miércoles, 9 de febrero de 2022

LA HERENCIA DEL CARTESIANISMO

LA HERENCIA DEL CARTESIANISMO:

 I.- DIRECTRICES:

 - La "matemática universal": el conocimiento es válido en la medida en que es matemático.

 - El problema crítico: el alcance y límites de nuestras facultades de conocimiento.

 - El "cogito": el pensamiento es la única realidad dada inmediatamente al espíritu. Cualquier otra realidad debe ser deducida de él.

 II.- DIFICULTADES:

El dualismo

 - Dualismo antropológico: Unión cuerpo (res extensa) - alma (res cogitans)

 - Dualismo crítico: unión cosas (res extensa) - ideas (res cogitans)

DESCARTES: 3er MODELO DE RESPUESTA A LA CUESTIÓN 1 DEL EXAMEN DE SELECTIVIDAD

“Así pues, sólo queda la idea de Dios, en la que debe considerarse si hay algo que no pueda proceder de mí mismo. Por “Dios” entiendo una sustancia infinita, eterna, inmutable, independiente, omnisciente, omnipotente, que me ha creado a mí mismo y a todas las demás cosas que existen (si es que existe alguna). Pues bien, eso que entiendo por Dios es tan grande y eminente, que cuando más atentamente lo considero menos convencido estoy de que una idea así pueda proceder sólo de mí. Y, por consiguiente, hay que concluir necesariamente, según lo antedicho, que Dios existe. Pues, aunque yo tenga la idea de substancia en virtud de ser yo una substancia, no podría tener la idea de una substancia infinita, siendo yo finito, si no la hubiera puesto en mí una substancia que verdaderamente fuese infinita.”

(DESCARTES, Meditaciones metafísicas, Meditación 3ª)

1). Exponer las ideas fundamentales del texto y las relaciones existentes entre ellas.

RESPUESTA:

El párrafo propuesto presenta la idea de Dios que sostiene Descartes (“...una sustancia infinita, eterna, inmutable, independiente, omnisciente, omnipotente, que... ha creado ...todas las ... cosas que existen”, líneas 2 – 4). El autor deduce la existencia de dicha realidad de su definición, en la medida en que la peculiaridad de la esencia divina nos hace descartar el que se trate de una ficción creada por el sujeto: “... por consiguiente, hay que concluir necesariamente, según lo antedicho, que Dios existe” (líneas 6 – 7).

Dios (“res infinita”) va a ser una pieza capital en el desarrollo del sistema metafísico cartesiano, como muestra el hecho de que este fragmento de las “Meditaciones Metafísicas” recalque la circunstancia de que debe descartarse el que sea ficticia: “... en (la idea de Dios) ... debe considerarse si hay algo que no pueda proceder de mí mismo” (líneas 1 - 2). En un momento del desarrollo de su pensamiento en que, afirmado el “cogito” como primera certeza, Descartes parece abocado al solipsismo, a la afirmación de un “yo” con sus ideas como única realidad, fundamentar la idea de Dios como entidad objetiva y auto-subsistente va a ser lo que posibilite el que su sistema no se estanque apenas iniciado. Esa fundamentación es posible porque la idea innata de Dios posee una propiedad muy especial: nos persuade por sí misma de que el ser que es su objeto existe en sí, fuera de la mente que lo concibe: “... eso que entiendo por Dios es tan grande y eminente, que cuanto más atentamente lo considero menos convencido estoy de que una idea así pueda provenir solo de mí” (líneas 4 – 6).

La mecánica interna del texto no deja de recordar la que sustenta el argumento ontológico de San Anselmo, esto es, el paso, en virtud de la singularidad encerrada en la definición de su esencia, a la existencia de esa substancia especial que es Dios, algo que pormenoriza la última frase del texto: siendo yo una substancia finita no puedo concebir la idea de una substancia infinita si no es ésta quien impone su realidad a mi entendimiento: “... no podría (yo) tener la idea de una substancia infinita ... si no la hubiera puesto en mí una substancia que verdaderamente fuera infinita (líneas 8 – 10). Dicho de otro modo, como en la causa debe haber al menos tanta realidad como en el efecto, la causa de la idea del ser infinito no puede ser otra que la misma existencia de dicho ser.

DESCARTES: 2º MODELO DE RESPUESTA A LA CUESTIÓN 1 DEL EXAMEN DE SELECTIVIDAD

Pues bien, por lo que toca a las ideas, si se las considera sólo en sí mismas, sin relación a ninguna otra cosa, no pueden ser llamadas con propiedad falsas; pues imagine yo una cabra o una quimera, tan verdad es que imagino la una como la otra.

No es tampoco de temer que pueda hallarse falsedad en las afecciones o voluntades; pues aunque yo pueda desear cosas malas, o que nunca hayan existido, no es menos cierto por ello que yo las deseo.

Por tanto, sólo en los juicios debo tener mucho cuidado de no errar. Ahora bien, el principal y más frecuente error que puede encontrarse en ellos consiste en juzgar que las ideas que están en mí son semejantes o conformes a cosas que están fuera de mí, pues si considerase las ideas sólo como ciertos modos de mi pensamiento, sin pretender referirlas a alguna cosa exterior, apenas podrían darme ocasión de errar.
Pues bien, de esas ideas, unas me parecen nacidas conmigo, otras extrañas y venidas de fuera, y otras hechas e inventadas por mí mismo.

(René DESCARTES. “Meditaciones Metafísicas”: Meditación Tercera)

1).- Exponer las ideas fundamentales del texto y las relaciones existentes entre ellas.

RESPUESTA:

Encontramos en el presente texto la exposición del argumento que funda la clasificación cartesiana de las ideas en innatas, adventicias y facticias, argumento que conduce a considerar que, de entre todas las operaciones del espíritu, solo los juicios - representaciones que nos remiten a cosas que están fuera del sujeto- son susceptibles de error: "... sólo en los juicios debo tener mucho cuidado de no errar" (línea 7).

Parte el texto de la distinción entre los distintos actos del pensamiento: ideas, voliciones y afectos, y juicios. Las primeras pueden ser concebidas como realidades autónomas, que en la medida en que existen por sí, sin conexión con el mundo objetivo, no pueden considerarse equivocadas: "... las ideas, si se las considera ... sin relación a ninguna otra cosa ... no pueden ser llamadas con propiedad falsas" (líneas 1 - 2); "... si considerase las ideas ... sin referirlas ... a alguna cosa exterior, apenas podrían darme la ocasión de errar" (líneas 9 - 11).

En cuanto a los afectos y voluntades, esto es, los actos propios del sentir y del querer, tampoco cabe error en ellos, en la medida en que son realidades surgidas directamente de mi espíritu, desvinculadas de cualquier conexión con un mundo objetivo -que, de momento, es meramente hipotético-: "... aunque yo pueda desear cosas malas, o que nunca hayan existido, no es menos cierto por ello que yo las deseo" (líneas 5- 6). Emoción y volición no son representaciones del mundo, sino expresiones de mi interioridad, ajenas a cualquier carácter significante.

Solo puede haber falsedad en aquellas ideas que, además de constituir contenidos de mi mente, pretenden representar la realidad, ser imágenes de cosas que existen fuera de mí. Dichas ideas caen bajo el clásico criterio epistemológico de "verdad", que concibe ésta como adecuación entre las cosas y nuestra representación de las mismas, es decir, como la conformidad entre conocimiento y realidad. Fuera de esta función de representación del mundo, no hay posibilidad de error (aunque, correlativamente, tampoco de verdad, o, al menos, de verdad en sentido gnoseológico): "... el principal y más frecuente error que puede encontrarse en ... (los juicios) consiste en juzgar que las ideas que están en mí son semejantes o conformes a cosas que están fuera de mí" (líneas 7 - 9).

Esta triple distinción cartesiana entre ideas autónomas, ideas referentes a objetos que parece que existen fuera de mí e ideas originadas en mí es la que origina la distinción entre ideas innatas, ideas adventicias e ideas facticias con que concluye el párrafo: "Pues bien, de esas ideas, unas me parecen nacidas conmigo, otras extrañas y venidas de fuera, y otras hechas e inventadas por mí mismo" (líneas 12 - 13).

DESCARTES: 1er MODELO DE RESPUESTA A LA CUESTIÓN 1 DEL EXAMEN DE SELECTIVIDAD

Consideraré ahora con mayor circunspección si no podré hallar en mí otros conocimientos de los que aún no me haya apercibido. Sé con certeza que soy una cosa que piensa; pero ¿no sé también lo que se requiere para estar cierto de algo? En ese mi primer conocimiento, no hay nada más que una percepción clara y distinta de lo que conozco, la cual no bastaría a asegurarme de su verdad si fuese posible que una cosa concebida tan clara y distintamente resultase falsa. Y por ello me parece poder establecer desde ahora, como regla general, que son verdaderas todas las cosas que concebimos muy clara y distintamente.

(René DESCARTES; “Meditaciones Metafísicas”: Meditación Tercera)

1).- Exponer las ideas fundamentales del texto y las relaciones existentes entre ellas.

RESPUESTA:

El presente texto expone el criterio de certeza que Descartes va a incorporar a su sistema filosófico: "... son verdaderas todas las cosas que concibo clara y distintamente" (líneas 7 - 8).

Dicho postulado da contenido a la regla de la evidencia que el autor establece como primer precepto del método ("No admitir por verdadera cosa alguna que no se conociese evidentemente como tal").

La evidencia consiste para Descartes en la intuición de una idea clara y distinta. Se caracteriza por la indubitabilidad, y excluye toda posibilidad de error. Esta intuición es de orden intelectual: nace de la sola luz de la razón; no hay intuición ni evidencia sensible.

Una idea es clara cuando se perciben todos sus elementos, y es distinta cuando no se puede confundir con ninguna otra. Descartes expone dichas características como atributos fundamentales que acompañan a la intución fundamental de su sistema: la evidencia de un "yo" como substancia pensante ("res cogitans") de la que es imposible dudar: "Sé con certeza que soy una cosa que piensa..." (línea 2). Es reflexionando sobre esta primera verdad que el autor deduce las características que van a acompañar a toda evidencia o intuición: "En ... mi primer conocimiento no hay nada más que una percepción clara y distinta de lo que conozco, la cual no bastaría a asegurarme de su verdad si fuese posible que una cosa concebida tan clara y distintamente resultase falsa" (líneas 3 - 6).

Descartes aparece en el presente texto en ese papel de exigente buscador de certeza que le singulariza en el panorama filosófico de la modernidad: su principal esfuerzo está encaminado a discriminar la verdad del error en un terreno, el de la metafísica, que hasta entonces no había logrado establecer un criterio de verdad que hiciera de la filosofía un saber riguroso y sitemático, lo que en ese momento sí estaban siendo las ciencias positivas, de algunas de las cuales también es cultivador.

RENÉ DESCARTES: Resumen de la 3ª meditación de sus MEDITACIONES METAFÍSICAS

Descartes parte de la atención a su propia interioridad para poder afirmar de sí mismo que es una realidad que piensa, por lo que se pregunta qué grado de certeza puede alcanzar. Ante esta duda, generaliza que toda certeza exige claridad y distinción, y como el pensamiento es claro y distinto, es verdad. Afirma que estaba engañado cuando pensaba que había elementos externos (sensibles) a él de los que procedían ideas idénticas en su pensamiento, y afirma que hay verdades claras que pueden llegar a ponerse en duda. Esto lo atribuye a la potencia de Dios, que puede engañarnos, pero añade que todo lo que se ve claramente es cierto y no de otro modo que como se piensa, pues el pensamiento es lo único seguro. Por lo tanto, es imposible que yo sea nada si yo estoy pensando; mi existencia es una certeza absoluta. El autor propone examinar si realmente hay Dios y si es engañador.

A continuación divide los pensamientos en distintos géneros, para así considerar cuáles son verdaderos y cuáles erróneos.

Unos pensamientos son imágenes de cosas, es decir, ideas. Otros son el resultado de añadir a la idea la concepción que se tiene de ella, obteniendo con esto voluntades, afecciones y juicios.

Tanto de las ideas en sí mismas como de las afecciones y voluntades no se puede decir que sean falsas, pues aunque no existan en el mundo sensible no por ello es falso que yo las imagine o las sienta. Los juicios sí pueden llevar a error, ya que se puede pensar que ideas que están en mí están también en el exterior. Estas ideas pueden haber nacido conmigo (ideas innatas), otras parecen venir de fuera (ideas adventicias)o estar inventadas por uno mismo (ideas facticias).

¿Por qué creemos recibir ideas de objetos exteriores?. Porque es lo que parece enseñar la naturaleza y lo más razonable. Tenemos una cierta inclinación que nos lleva a esta creencia, si bien no tenemos ninguna facultad que nos ayude a distinguir qué es cierto y qué falso, sólo podemos fiarnos de lo que nos dicta nuestra intuición, aunque parece que tenemos una facultad para reproducir estas ideas sin estímulos externos. Somos capaces de reproducirlas autónomamente en sueños, por tanto no es necesario que, aunque tengan su causa en los objetos de fuera, vayan unidos. Otra vía para probar esto es que encontramos que las ideas, como imágenes, son diferentes. Unas representan substancias y otras sólo accidentes, teniendo las primeras más perfección, más realidad. La idea de Dios tiene más realidad que las de substancias finitas.

Es de rigor que una causa ha de tener al menos tanta realidad como su efecto, por tanto nada puede provenir de la nada, ni lo infinito de lo finito. Las ideas de todo lo que concebimos han debido ser puestas en nosotros por una causa al menos con tanta realidad como nosotros, y aunque no haya puesto en nosotros su realidad no necesita más que la del pensamiento. Puede ocurrir que una idea nazca de otra idea, pero ha de haber una idea primera que contenga toda la realidad. En caso de que esta realidad no esté en la persona, y ésta no sea la causa, se supone que no estamos solos en el mundo, y por tanto hay otra causa de esa idea. En caso contrario podría ser que no existiesen hombres ni animales ni cosas corpóreas en el mundo, y todas estas nociones fueran producto ilusorio de las ideas que concebimos. Por esto es que puede hallarse falsedad en las ideas materiales. Si son falsas, es decir, representaciones de cosas inexistentes, la luz natural o intuición me hace saber que son producto de la nada, dada mi naturaleza imperfecta. Si son verdaderas me ofrecen tan poca realidad que bien podrían ser producto mío. Muchas de estas ideas se han podido concebir a partir de la idea de nosotros mismos como cosa corpórea con distintos atributos, que hemos extrapolado al resto de ideas. Todo esto en cuanto a ideas corpóreas, pues la idea de Dios es tan superior que es imposible que una idea así provenga sólo de mí. Podemos afirmar que Dios existe puesto que nosotros al ser finitos no podríamos concebir la idea de algo infinito, y sólo un ser infinito la ha puesto en nosotros. Este infinito no se concibe como negación de lo finito, sino como una substancia con más realidad que la finita. Por otro lado no podríamos decir que no somos perfectos si no tuviéramos la idea de un ser más perfecto que nosotros para compararnos. Esta idea es verdadera aunque no comprendamos lo infinito, pues es de rigor que siendo finitos no podamos comprender una realidad muy superior.

Podría pensarse que todas las perfecciones atribuidas a Dios se encuentren en el ser humano en potencia, pero esto no se aproxima a la idea de Dios, en la que todo es acto, y aunque desarrolláramos estas capacidades nunca llegarían al punto máximo (y aun así serían imperfectas).

¿Podría la persona existir en caso de que no hubiera Dios? En ese caso, la persona podría ser autora de sí misma, pero si así fuera no dudaríamos ni desearíamos nada. Seríamos perfectos, seríamos Dios. Y en caso de habernos dado la existencia sería ridículo pensar que no nos creamos también con todos los conocimientos adquiridos. La existencia podrían darla los padres, pero es lógico pensar que una substancia necesita de una fuerza para conservarse en el tiempo después de ser creada. Al no poseer la persona ninguna facultad que le permita mantenerse en su existencia en el tiempo posterior somos conscientes de que dependemos de un ser diferente que sí la posea. Podría no ser Dios, pero esto no es posible ya que hemos puntualizado antes que en la causa debe haber tanta realidad como en el efecto, por tanto ha de ser un ser pensante, con todas las perfecciones, capaz de ser su propia causa y origen. Por esto ha de ser Dios. Si se toma su causa de otra cosa, ésta la tomará de otra, y la última causa será Dios. Tampoco podemos pensar en que causas separadas, pues entonces la idea de Dios como perfección unitaria y simple no habría sido puesta en nosotros.

Concluimos entonces que la idea de Dios no viene de los sentidos ni es un producto de nuestra imaginación, sino que ha nacido con nosotros, como un sello del creador, que nos ha hecho a su imagen y semejanza pues somos capaces de percibirnos a nosotros mismos, y Dios es símbolo de las cosas a las que aspiramos y de todas nuestras ideas en potencia, sólo que Él las posee de un modo infinito y en acto. Si Dios no existiera realmente sería imposible que nuestra naturaleza fuera tal cual es.

(Resumen elaborado por Juan José Negrete Solana)

René DESCARTES (1596 – 1650): “Meditaciones Metafísicas”: Meditación Tercera

(Descartes busca demostrar la existencia de Dios, del cual poseemos una idea innata, caracterizada por una perfección tal que, puesto que en la causa ha de haber tanta realidad como en el efecto, sólo puede proceder de una causa sumamente perfecta e infinita).

De Dios; que existe.

Cerraré ahora los ojos, me taparé los oídos, dejaré en suspenso mis sentidos; hasta borraré de mi pensamiento toda noción de las cosas corpóreas, o, al menos, como eso es casi imposible, la reputaré vana y falsa; de este modo, en coloquio sólo conmigo y examinando mis adentros, procuraré ir conociéndome mejor y hacerme más familiar a mí mismo. Soy una cosa que piensa, es decir, que duda, afirma, niega, conoce unas pocas cosas, ignora otras muchas, ama, odia, quiere, no quiere, y que también imagina y siente, puesto que, como he observado más arriba, aunque lo que siento e imagino acaso no sea nada fuera de mí y en sí mismo, con todo estoy seguro de que esos modos de pensar residen y se hallan en mí, sin duda. Y con lo poco que acabo de decir, creo haber enumerado todo lo que sé de cierto, o, al menos, todo lo que he advertido saber hasta aquí.

Consideraré ahora con mayor circunspección si no podré hallar en mí otros conocimientos de los que aún no me haya apercibido. Sé con certeza que soy una cosa que piensa; pero ¿no sé también lo que se requiere para estar cierto de algo? En ese mi primer conocimiento, no hay nada más que una percepción clara y distinta de lo que conozco, la cual no bastaría a asegurarme de su verdad si fuese posible que una cosa concebida tan clara y distintamente resultase falsa. Y por ello me parece poder establecer desde ahora, como regla general, que son verdaderas todas las cosas que concebimos muy clara y distintamente.

Sin embargo, he admitido antes de ahora, como cosas muy ciertas y manifiestas, muchas que más tarde he reconocido ser dudosas e inciertas. ¿Cuáles eran? La tierra, el cielo, los astros y todas las demás cosas que percibía por medio de los sentidos. Ahora bien: ¿qué es lo que concebía en ellas como claro y distinto? Nada más, en verdad, sino que las ideas o pensamientos de esas cosas se presentaban a mi espíritu. Y aun ahora no niego que esas ideas estén en mí. Pero había, además, otra cosa que yo afirmaba, y que pensaba percibir muy claramente por la costumbre que tenía de creerla, aunque verdaderamente no la percibiera, a saber: que había fuera de mí ciertas cosas de las que procedían esas ideas, y a las que éstas se asemejaban por completo. Y en eso me engañaba; o al menos si es que mi juicio era verdadero, no lo era en virtud de un conocimiento que yo tuviera.

Pero cuando consideraba algo muy sencillo y fácil, tocante a la aritmética y la geometría, como, por ejemplo, que dos más tres son cinco o cosas semejantes, ¿no las concebía con claridad suficiente para asegurar que eran verdaderas? Y si más tarde he pensado que cosas tales podían ponerse en duda, no ha sido por otra razón sino por ocurrírseme que acaso Dios hubiera podido darme una naturaleza tal, que yo me engañase hasta en las cosas que me parecen más manifiestas. Pues bien, siempre que se presenta a mi pensamiento esa opinión, anteriormente concebida, acerca de la suprema potencia de Dios, me veo forzado a reconocer que le es muy fácil, si quiere, obrar de manera que yo me engañe aun en las cosas que creo conocer con grandísima evidencia; y, por el contrario, siempre que reparo en las cosas que creo concebir muy claramente, me persuaden hasta el punto de que prorrumpo en palabras como éstas: engáñeme quien pueda, que lo que nunca podrá será hacer que yo no sea nada, mientras yo esté pensando que soy algo, ni que alguna vez sea cierto que yo no haya sido nunca, siendo verdad que ahora soy, ni que dos más tres sean algo distinto de cinco, ni otras cosas semejantes, que veo claramente no poder ser de otro modo, que como las concibo.

Ciertamente, supuesto que no tengo razón alguna para creer que haya algún Dios engañador, y que no he considerado aún ninguna de las que prueban que hay un Dios, los motivos de duda que sólo dependen de dicha opinión son muy ligeros y, por así decirlo, metafísicos. Mas a fin de poder suprimirlos del todo, debo examinar si hay Dios, en cuanto se me presente la ocasión, y, si resulta haberlo, debo también examinar si puede ser engañador; pues, sin conocer esas dos verdades, no veo cómo voy a poder alcanzar certeza de cosa alguna.

Y para tener ocasión de averiguar todo eso sin alterar el orden de meditación que me he propuesto, que es pasar por grados de las nociones que encuentre primero en mi espíritu a las que pueda hallar después, tengo que dividir aquí todos mis pensamientos en ciertos géneros, y considerar en cuáles de estos géneros hay, propiamente, verdad o error.

De entre mis pensamientos, unos son como imágenes de cosas, y a éstos solos conviene con propiedad el nombre de idea: como cuando me represento un hombre, una quimera, el cielo, un ángel o el mismo Dios. Otros, además, tienen otras formas: como cuando quiero, temo, afirmo o niego; pues, si bien concibo entonces alguna cosa de la que trata la acción de mi espíritu, añado asimismo algo, mediante esa acción, a la idea que tengo de aquella cosa; y de este género de pensamientos, unos son llamados voluntades o afecciones, y otros, juicios.

Pues bien, por lo que toca a las ideas, si se las considera sólo en sí mismas, sin relación a ninguna otra cosa, no pueden ser llamadas con propiedad falsas; pues imagine yo una cabra o una quimera, tan verdad es que imagino la una como la otra.

No es tampoco de temer que pueda hallarse falsedad en las afecciones o voluntades; pues aunque yo pueda desear cosas malas, o que nunca hayan existido, no es menos cierto por ello que yo las deseo.

Por tanto, sólo en los juicios debo tener mucho cuidado de no errar. Ahora bien, el principal y más frecuente error que puede encontrarse en ellos consiste en juzgar que las ideas que están en mí son semejantes o conformes a cosas que están fuera de mí, pues si considerase las ideas sólo como ciertos modos de mi pensamiento, sin pretender referirlas a alguna cosa exterior, apenas podrían darme ocasión de errar.

Pues bien, de esas ideas, unas me parecen nacidas conmigo, otras extrañas y venidas de fuera, y otras hechas e inventadas por mí mismo. Pues tener la facultad de concebir lo que es en general una cosa, o una verdad, o un pensamiento, me parece proceder únicamente de mi propia naturaleza; pero si oigo ahora un ruido, si veo el sol, si siento calor, he juzgado hasta el presente que esos sentimientos procedían de ciertas cosas existentes fuera de mí; y, por último, me parece que las sirenas, los hipogrifos y otras quimeras de ese género, son ficciones e invenciones de mi espíritu.

Pero también podría persuadirme de que todas las ideas son del género de las que llamo extrañas y venidas de fuera, o de que han nacido todas conmigo, o de que todas han sido hechas por mí, pues aún no he descubierto su verdadero origen. Y lo que principalmente debo hacer, en este lugar, es considerar, respecto de aquellas que me parecen proceder de ciertos objetos que están fuera de mí, qué razones me fuerzan a creerlas semejantes a esos objetos.

La primera de esas razones es que parece enseñármelo la naturaleza; y la segunda, que experimento en mí mismo que tales ideas no dependen de mi voluntad, pues a menudo se me presentan a pesar mío, como ahora, quiéralo o no, siento calor, y por esta causa estoy persuadido de que este sentimiento o idea del calor es producido en mí por algo diferente de mí, a saber, por el calor del fuego junto al cual me hallo sentado. Y nada veo que me parezca más razonable que juzgar que esa cosa extraña me envía e imprime en mí su semejanza, más bien que otra cosa cualquiera.

Ahora tengo que ver si esas razones son lo bastante fuertes y convincentes. Cuando digo que me parece que la naturaleza me lo enseña, por la palabra “naturaleza” entiendo sólo cierta inclinación que me lleva a creerlo, y no una luz natural que me haga conocer que es verdadero. Ahora bien, se trata de dos cosas muy distintas entre sí; pues no podría poner en duda nada de lo que la luz natural me hace ver como verdadero: por ejemplo, cuando antes me enseñaba que del hecho de dudar yo podía concluir mi existencia. Porque, además, no tengo ninguna otra facultad o potencia para distinguir lo verdadero de lo falso, que pueda enseñarme que no es verdadero lo que la luz natural me muestra como tal, y en la que pueda fiar como fío en la luz natural. Mas por lo que toca a esas inclinaciones que también me parecen naturales, he notado a menudo que, cuando se trataba de elegir entre virtudes y vicios, me han conducido al mal tanto como al bien: por ello, no hay razón tampoco para seguirlas cuando se trata de la verdad y la falsedad.

En cuanto a la otra razón de que esas ideas deben proceder de fuera, pues no dependen de mi voluntad, tampoco la encuentro convincente. Puesto que, al igual que esas inclinaciones de las que acabo de hablar se hallan en mí, pese a que no siempre concuerden con mi voluntad, podría también ocurrir que haya en mí, sin yo conocerla, alguna facultad o potencia, apta para producir esas ideas sin ayuda de cosa exterior; y, en efecto, me ha parecido siempre hasta ahora que tales ideas se forman en mí, cuando duermo, sin el auxilio de los objetos que representan. Y en fin, aun estando yo conforme con que son causadas por esos objetos, de ahí no se sigue necesariamente que deban asemejarse a ellos. Por el contrario, he notado a menudo, en muchos casos, que había gran diferencia entre el objeto y su idea. Así, por ejemplo, en mi espíritu encuentro dos ideas del sol muy diversas; una toma su origen de los sentidos, y debe situarse en el género de las que he dicho vienen de fuera; según ella, el sol me parece pequeño en extremo; la otra proviene de las razones de la astronomía, es decir, de ciertas nociones nacidas conmigo, o bien ha sido elaborada por mí de algún modo: según ella, el sol me parece varias veces mayor que la tierra. Sin duda, esas dos ideas que yo formo del sol no pueden ser, las dos, semejantes al mismo sol; y la razón me impele a creer que la que procede inmediatamente de su apariencia es, precisamente, la que le es más disímil.

Todo ello bien me demuestra que, hasta el momento, no ha sido un juicio cierto y bien pensado, sino sólo un ciego y temerario impulso, lo que me ha hecho creer que existían cosas fuera de mí, diferentes de mí, y que, por medio de los órganos de mis sentidos, o por algún otro, me enviaban sus ideas o imágenes, e imprimían en mí sus semejanzas.

Mas se me ofrece aún otra vía para averiguar si, entre las cosas cuyas ideas tengo en mí, hay algunas que existen fuera de mí. Es a saber: si tales ideas se toman sólo en cuanto que son ciertas maneras de pensar no reconozco entre ellas diferencias o desigualdad alguna, y todas parecen proceder de mí de un mismo modo; pero, al considerarlas como imágenes que representan unas una cosa y otras otra, entonces es evidente que son muy distintas unas de otras. En efecto, las que me representan substancias son sin duda algo más, y contienen (por así decirlo) más realidad objetiva, es decir, participan, por representación, de más grados de ser o perfección que aquellas que me representan sólo modos o accidentes. Y más aún: la idea por la que concibo un Dios supremo, eterno, infinito, inmutable, omnisciente, omnipotente y creador universal de todas las cosas que están fuera de él, esa idea digo ciertamente tiene en sí más realidad objetiva que las que me representan substancias finitas.

Ahora bien, es cosa manifiesta, en virtud de la luz natural, que debe haber por lo menos tanta realidad en la causa eficiente y total como en su efecto: pues ¿de dónde puede sacar el efecto su realidad, si no es de la causa? ¿Y cómo podría esa causa comunicársela, si no la tuviera ella misma?

Y de ahí se sigue, no sólo que la nada no podría producir cosa alguna, sino que lo más perfecto, es decir, lo que contiene más realidad, no puede provenir de lo menos perfecto. Y esta verdad no es sólo clara y evidente en aquellos efectos dotados de esa realidad que los filósofos llaman actual o formal, sino también en las ideas, donde sólo se considera la realidad que llaman objetiva. Por ejemplo, la piedra que aún no existe no puede empezar a existir ahora si no es producida por algo que tenga en sí formalmente o eminentemente todo lo que entra en la composición de la piedra (es decir, que contenga en sí las mismas cosas, u otras más excelentes, que las que están en la piedra); y el calor no puede ser producido en un sujeto privado de él, si no es por una cosa que sea de un orden, grado o género al menos tan perfecto como lo es el calor; y así las demás cosas. Pero además de eso, la idea del calor o de la piedra no puede estar en mí si no ha sido puesta por alguna causa que contenga en sí al menos tanta realidad como la que concibo en el calor o en la piedra. Pues aunque esa causa no transmita a mi idea nada de su realidad actual o formal, no hay que juzgar por ello que esa causa tenga que ser menos real, sino que debe saberse que, siendo toda idea obra del espíritu, su naturaleza es tal que no exige de suyo ninguna otra realidad formal que la que recibe del pensamiento, del cual es un modo.

Pues bien, para que una idea contenga tal realidad objetiva más bien que tal otra, debe haberla recibido, sin duda, de alguna causa, en la cual haya tanta realidad formal, por lo menos, cuanta realidad objetiva contiene la idea. Pues si suponemos que en la idea hay algo que no se encuentra en su causa, tendrá que haberlo recibido de la nada; mas, por imperfecto que sea el modo de ser según el cual una cosa está objetivamente o por representación en el entendimiento, mediante su idea, no puede con todo decirse que ese modo de ser no sea nada, ni, por consiguiente, que esa idea tome su origen de la nada.

Tampoco debo suponer que, siendo sólo objetiva la realidad considerada en esas ideas, no sea necesario que la misma realidad esté formalmente en las causas de ellas, ni creer que basta con que esté objetivamente en dichas causas; pues, así como el modo objetivo de ser compete a las ideas por su propia naturaleza, así también el modo formal de ser compete a las causas de esas ideas (o por lo menos a las primeras y principales) por su propia naturaleza. Y aunque pueda ocurrir que de una idea nazca otra idea, ese proceso no puede ser infinito, sino que hay que llegar finalmente a una idea primera, cuya causa sea como un arquetipo, en el que esté formal y efectivamente contenida toda la realidad o perfección que en la idea está sólo de modo objetivo o por representación. De manera que la luz natural me hace saber con certeza que las ideas son en mí como cuadros o imágenes, que pueden con facilidad ser copias defectuosas de las cosas, pero que en ningún caso pueden contener nada mayor o más perfecto que éstas.

Y cuanto más larga y atentamente examino todo lo anterior, tanto más clara y distintamente conozco que es verdad. Mas, a la postre, ¿qué conclusión obtendré de todo ello? Ésta, a saber: que, si la realidad objetiva de alguna de mis ideas es tal que yo pueda saber con claridad que esa realidad no está en mí formal ni eminentemente (y, por consiguiente, que yo no puedo ser causa de tal idea), se sigue entonces necesariamente de ello que no estoy solo en el mundo, y que existe otra cosa, que es causa de esa idea; si, por el contrario, no hallo en mí una idea así, entonces careceré de argumentos que puedan darme certeza de la existencia de algo que no sea yo, pues los he examinado todos con suma diligencia, y hasta ahora no he podido encontrar ningún otro.

Ahora bien: entre mis ideas, además de la que me representa a mí mismo (y que no ofrece aquí dificultad alguna), hay otra que me representa a Dios, y otras a cosas corpóreas e inanimadas, ángeles, animales y otros hombres semejantes a mí mismo. Mas, por lo que atañe a las ideas que me representan otros hombres, o animales, o ángeles, fácilmente concibo que puedan haberse formado por la mezcla y composición de las ideas que tengo de las cosas corpóreas y de Dios, aun cuando fuera de mí no hubiese en el mundo ni hombres, ni animales, ni ángeles. Y, tocante a las ideas de las cosas corpóreas, nada me parece haber en ellas tan excelente que no pueda proceder de mí mismo; pues si las considero más a fondo y las examino como ayer hice con la idea de la cera, advierto en ellas muy pocas cosas que yo conciba clara y distintamente; a saber: la magnitud, o sea, la extensión en longitud, anchura y profundidad; la figura, formada por los límites de esa extensión; la situación que mantienen entre sí los cuerpos diversamente delimitados; el movimiento, o sea, el cambio de tal situación; pueden añadirse la substancia, la duración y el número. En cuanto las demás cosas, como la luz, los colores, los sonidos, los olores, los sabores, el calor, el frío y otras cualidades perceptibles por el tacto, todas ellas están en mi pensamiento con tal oscuridad y confusión, que hasta ignoro si son verdaderas o falsas y meramente aparentes, es decir, ignoro si las ideas que concibo de dichas cualidades son, en efecto, ideas de cosas reales o bien representan tan sólo seres quiméricos, que no pueden existir.

Pues aunque más arriba haya yo notado que sólo en los juicios puede encontrarse falsedad propiamente dicha, en sentido formal, con todo, puede hallarse en las ideas cierta falsedad material, a saber: cuando representan lo que no es nada como si fuera algo. Por ejemplo, las ideas que tengo del frío y el calor son tan poco claras y distintas, que mediante ellas no puedo discernir si el frío es sólo una privación de calor, o el calor una privación del frío, o bien si ambas son o no cualidades reales; y por cuanto, siendo las ideas como imágenes, no puede haber ninguna que no parezca representarnos algo, si es cierto que el frío es sólo privación del calor, la idea que me lo representa como algo real y positivo podrá, no sin razón, llamarse falsa, y lo mismo sucederá con ideas semejantes. Y por cierto, no es necesario que atribuya a esas ideas otro autor que yo mismo; pues si son falsas -es decir, representan cosas que no existen- la luz natural me hace saber que proceden de la nada, es decir, que si están en mí es porque mi naturaleza - no siendo perfecta- le falta algo; y si son verdaderas, como de todas maneras tales ideas me ofrecen tan poca realidad que ni llego a discernir con claridad la cosa representada del no ser, no veo por qué no podría haberlas producido yo mismo.

(Ideas de las cosas corpóreas)

En cuanto a las ideas claras y distintas que tengo de las cosas corpóreas, hay alguna que me parece he podido obtener de la idea que tengo de mí mismo; así la idea se substancia, duración, número y otras semejantes. Pues, cuando pienso que la piedra es una substancia, o sea, una cosa capaz de existir por sí, dado que yo soy una substancia, y que sé muy bien que soy una cosa pensante y no extensa (habiendo así entre ambos conceptos muy gran diferencia), las dos ideas parece concordar en que representan substancias. Así mismo, cuando pienso, que existo ahora, y me acuerdo además de haber existido antes, y concibo varios pensamientos cuyo número conozco, entonces adquiero las ideas de duración y número, las cuales puedo luego transferir a cualesquiera cosas.

Por lo que se refiere a las otras cualidades de que se componen las ideas de las cosas corpóreas- a saber: extensión, la figura, la situación y el movimiento-, cierto es que no están formalmente en mí, pues no soy nada más que una cosa que piensa; pero como son sólo ciertos modos de la substancia (a manera de vestidos como que se nos presenta la substancia corpórea), y yo mismo soy una substancia parece que puedan estar contenidas en mí eminentemente.

(Qué es Dios)
(La idea de Dios no puede proceder de mí, luego si la tengo, es porque Dios existe)
(De lo finito tampoco sale lo infinito)

Así pues, sólo queda la idea de Dios, en la que debe considerarse si hay algo que no pueda proceder de mí mismo. Por “Dios” entiendo una substancia infinita, eterna, inmutable, independiente, omnisciente, omnipotente, que me ha creado a mí mismo y a todas las demás cosas que existen (si es que existe alguna). Pues bien, eso que entiendo por Dios es tan grande y eminente, que cuanto más atentamente lo considero menos convencido estoy de que una idea así pueda proceder sólo de mí. Y, por consiguiente, hay que concluir necesariamente, según lo antedicho, que Dios existe. Pues, aunque yo tenga la idea de substancia en virtud de ser yo una substancia, no podría tener la idea de una substancia infinita, siendo yo finito, si no la hubiera puesto en mí una substancia que verdaderamente fuese infinita.

Y no debo juzgar que yo no concibo el infinito por medio de una verdadera idea, sino por medio de una mera negación de lo finito (así como concibo el reposo y la oscuridad por medio de la negación del movimiento y la luz): pues, al contrario, veo manifiestamente que hay más realidad en la substancia infinita que en la finita y, por ende, que, en cierto modo, tengo antes en mí la noción de lo infinito que la de lo finito: antes la de Dios que la de mí mismo. Pues ¿cómo podría yo saber que dudo y que deseo, es decir, que algo me falta y que no soy perfecto, si no hubiese en mí la idea de un ser más perfecto, por comparación con el cual advierto la imperfección de mi naturaleza?

Y no puede decirse que acaso esta idea de Dios es materialmente falsa y puede, por tanto, proceder de la nada (es decir, que acaso esté en mí por faltarme a mí algo, según dije antes de las ideas de calor y frío, y de otras semejantes); al contrario, siendo esta idea muy clara y distinta y conteniendo más realidad objetiva que ninguna otra, no hay idea alguna que sea por sí misma más verdadera, ni menos sospechosa de error y falsedad.

Digo que la idea de ese ser sumamente perfecto e infinito es absolutamente verdadera; pues, aunque acaso pudiera fingirse que un ser así no existe, con todo, no puede fingirse que su idea no me representa nada real, como dije antes de la idea de frío.

Esa idea es también muy clara y distinta, pues que contiene en sí todo lo que mi espíritu concibe clara y distintamente como real y verdadero, y todo lo que comporta alguna perfección. Y eso no deja de ser cierto, aunque yo no comprenda lo infinito, o aunque haya en Dios innumerables cosas que no pueda yo entender, y ni siquiera alcanzar con mi pensamiento: pues es propio de la naturaleza de lo infinito que yo, siendo finito, no pueda comprenderlo. Y basta con que entienda esto bien, y juzgue que todas las cosas que concibo claramente, y en las que sé que hay alguna perfección, así como acaso también infinidad de otras que ignoro, están en Dios formalmente o eminentemente, para que la idea que tengo de Dios sea la más verdadera, clara y distinta de todas.

Mas podría suceder que yo fuese algo más de lo que pienso, y que todas las perfecciones que atribuyo a la naturaleza de Dios estén en mí, de algún modo, en potencia, si bien todavía no manifestadas en el acto. Y en efecto, estoy experimentando que mi conocimiento aumenta y se perfecciona poco a poco, y nada veo que pueda impedir que aumente más y más hasta el infinito, y, así acrecentado y perfeccionado, tampoco veo nada que me impida adquirir por su medio todas las demás perfecciones de la naturaleza divina; y, en fin, parece asimismo que, si tengo el poder de adquirir esas perfecciones, tendría también el de producir sus ideas. Sin embargo, pensándolo mejor, reconozco que eso no puede ser. En primer lugar, porque, aunque fuera cierto que mi conocimiento aumentase por grados sin cesar y que hubiese en mi naturaleza muchas cosas en potencia que aún no estuviesen en acto, nada de eso, sin embargo, atañe ni aun se aproxima a la idea que tengo de la divinidad, en cuya idea nada hay en potencia, sino que todo está en acto. Y hasta ese mismo aumento sucesivo y por grados argüiría sin duda imperfección en mi conocimiento. Más aún: aunque mi conocimiento aumentase más y más, con todo no dejo de conocer que nunca podría ser infinito en acto, pues jamás llegará a tan alto grado que no sea capaz de incremento alguno.

En cambio, a Dios lo concibo infinito en acto, y en tal grado que nada puede añadirse a su perfección. Y, por último, me doy cuenta de que el ser objetivo de una idea no puede ser producido por un ser que existe sólo en potencia del cual, hablando con propiedad, no es nada, sino sólo por un ser en acto, o sea, formal.

Ciertamente, nada veo en todo cuanto acabo de decir que no sea facilísimo de conocer, en virtud de la luz natural, a todos los que quieran pensar en ello con cuidado. Pero cuando mi atención se afloja, oscurecido mi espíritu y como cegado por las imágenes de las cosas sensibles, olvida fácilmente la razón por la cual la idea que tengo de un ser más perfecto que yo debe haber sido puesta necesariamente en mí por un ser que, efectivamente, sea más perfecto.

Por ello pasaré adelante, y consideraré si yo mismo, que tengo esa idea de Dios, podría existir, en el caso de que no hubiera Dios. Y pregunto: ¿de quién habría recibido mi existencia? Pudiera ser que de mí mismo, o bien de mis padres, o bien de otras causas que, en todo caso, serían menos perfectas que Dios, pues nada puede imaginarse más perfecto que Él, y ni siquiera igual a Él.

Ahora bien: si yo fuese independiente de cualquier otro, si yo mismo fuese el autor de mi ser, entonces no dudaría de nada, nada desearía, y ninguna perfección me faltaría, pues me habría dado a mí mismo todas aquellas de las que tengo alguna idea: y así, yo sería Dios.

Y no tengo por qué juzgar que las cosas que me faltan son acaso más difíciles de adquirir que las que ya poseo; al contrario, es, sin duda, mucho más difícil que yo esto es, una cosa o substancia pensante haya salido de la nada, de lo que sería la adquisición, por mi parte, de muchos conocimientos que ignoro, y que al cabo no son sino accidentes de esa substancia. Y si me hubiera dado a mí mismo lo más difícil, es decir, mi existencia, no me hubiera privado de lo más fácil, a saber: de muchos conocimientos de que mi naturaleza no se halla provista; no me habría privado, en fin, de nada de lo que está contenido en la idea que tengo de Dios, puesto que ninguna otra cosa me parece de más difícil adquisición; y si hubiera alguna más difícil, sin duda me lo parecería (suponiendo que hubiera recibido de mí mismo las demás cosas que poseo), pues sentiría que allí terminaba mi poder.

Y no puedo hurtarme a la fuerza de un tal razonamiento mediante la suposición de que he sido siempre tal cual soy ahora, como si de ello se siguiese que no tengo por qué buscarle autor alguno a mi existencia. Pues el tiempo todo de mi vida puede dividirse en innumerables partes, sin que ninguna de ellas dependa en modo alguno de las demás; y así, de haber yo existido un poco antes no se sigue que deba existir ahora, a no ser que en este mismo momento alguna causa me produzca y por decirlo así me cree de nuevo, es decir, me conserve. efecto, a todo el que considere atentamente la naturaleza del tiempo, resulta clarísimo que una substancia, para conservarse en todos los momentos de su duración, precisa de la misma fuerza y actividad que sería necesaria para producirla y crearla en el caso de que no existiese. De suerte que la luz natural nos hace ver con claridad que conservación y creación difieren sólo respecto de nuestra manera de pensar, pero no realmente.

Así pues, sólo hace falta aquí que me consulte a mí mismo, para saber si poseo algún poder en cuya virtud yo, que existo ahora, exista también dentro de un instante; ya que, no siendo yo más que una cosa que piensa (o, al menos, no tratándose aquí, hasta ahora, más que de esta parte de mí mismo), si un tal poder residiera en mí, yo debería por lo menos pensarlo y ser consciente de él; pues bien, no es así, y de este modo sé con evidencia que dependo de algún ser diferente de mí. pudiera ocurrir que ese ser del que dependo no sea Dios, y que yo haya sido producido, o bien por mis padres, o bien por alguna otra causa menos perfecta que Dios. Pero ello no puede ser, pues, como ya he dicho antes, es del todo evidente que en la causa debe haber por lo menos tanta realidad como en el efecto. Y entonces, puesto que soy una cosa que piensa, y que tengo en mí una idea de Dios, sea cualquiera la causa que se le atribuya a mi naturaleza, deberá ser en cualquier caso, asimismo, una cosa que piensa, y poseer en sí la idea de todas las perfecciones que atribuyo a la naturaleza divina. Ulteriormente puede indagarse si esa causa toma su origen y existencia de sí misma o de alguna otra cosa. Si la toma de sí misma, se sigue, por las razones antedichas, que ella misma ha de ser Dios, pues teniendo el poder de existir por sí, debe tener también, sin duda, el poder de poseer actualmente todas las perfecciones cuyas ideas concibe, es decir, todas las que yo concibo como dadas en Dios. Y si toma su existencia de alguna otra causa distinta de ella, nos preguntaremos de nuevo, y por igual razón, si esta segunda causa existe por sí o por otra cosa, hasta que de grado en grado lleguemos por último a una causa que resultará ser Dios. Y es muy claro que aquí no puede procederse al infinito, pues no se trata tanto de la causa que en otro tiempo me produjo, como de la que al presente me conserva.

Tampoco puede fingirse aquí que acaso varias causas parciales hayan concurrido juntas a mi producción, y que de una de ellas haya recibido yo la idea de una de las perfecciones que atribuyo a Dios, y de otra la idea de otra, de manera que todas esas perfecciones se hallan, sin duda, en algún lugar del universo, pero no juntas y reunidas en una sola {causa} que sea Dios. Pues, muy al contrario, la unidad, simplicidad o inseparabilidad de todas las cosas que están en Dios, es una de las principales perfecciones que en Él concibo; y, sin duda, la idea de tal unidad y reunión de todas las perfecciones en Dios no ha podido ser puesta en mí por causa alguna, de la cual no haya yo recibido también las ideas de todas las demás perfecciones. Pues ella no puede habérmelas hecho comprender como juntas e inseparables, si no hubiera procedido de suerte que yo supiese cuáles eran, y en cierto modo las conociese.

Por lo que atañe, en fin, a mis padres, de quienes parece que tomo mi origen, aunque sea cierto todo lo que haya podido creer acerca de ellos, eso no quiere decir que sean ellos los que me conserven, ni que me hayan hecho y producido en cuanto que soy una cosa que piensa, puesto que sólo han afectado de algún modo a la materia, dentro de la cual pienso estar encerrado yo, es decir, mi espíritu, al que identifico ahora conmigo mismo. Por tanto, no puede haber dificultades en este punto, sino que debe concluirse necesariamente, del solo hecho de que existo y de que hay en mí la idea de un ser sumamente perfecto (esto es, de Dios), que la existencia de Dios está demostrada con toda evidencia.

Sólo me queda por examinar de qué modo he adquirido esa idea. Pues no la he recibido de los sentidos, y nunca se me ha presentado inesperadamente, como las ideas de las cosas sensibles, cuando tales cosas se presentan, o parecen hacerlo, a los órganos externos de mis sentidos. Tampoco es puro efecto o ficción de mi espíritu, pues no está en mi poder aumentarla o disminuirla en cosa alguna. Y, por consiguiente, no queda sino decir que, al igual que la idea de mí mismo, ha nacido conmigo a partir del momento mismo en que yo he sido creado.

Y nada tiene de extraño que Dios, al crearme, haya puesto en mí esa idea para que sea como el sello del artífice, impreso en su obra; y tampoco es necesario que ese sello sea algo distinto que la obra misma. Sino que, por sólo haberme creado, es de creer que Dios me ha producido, en cierto modo, a su imagen y semejanza, y que yo concibo esta semejanza (en la cual se halla contenida la idea de Dios) mediante la misma facultad por la que me percibo a mí mismo; es decir, que cuando reflexiono sobre mí mismo, no sólo conozco que soy una cosa imperfecta, incompleta y dependiente de otro, que tiende y aspira sin cesar a algo mejor y mayor de lo que soy, sino que también conozco, al mismo tiempo, que aquel de quien dependo posee todas esas cosas grandes a las que aspiro, y cuyas ideas encuentro en mí; y las posee no de manera indefinida y sólo en potencia, sino de un modo efectivo, actual e infinito, y por eso es Dios. Y toda la fuerza del argumento que he empleado para probar la existencia de Dios consiste en que reconozco que sería imposible que mi naturaleza fuera tal cual es, o sea, que yo tuviese la idea de Dios, si Dios no existiera realmente: ese mismo Dios, digo, cuya idea está en mí, es decir, que posee todas esas altas perfecciones, de las que nuestro espíritu puede alcanzar alguna noción, aunque no las comprenda por entero, y que no tiene ningún defecto ni nada que sea señal de imperfección. Por lo que es evidente que no puede ser engañador, puesto que la luz natural nos enseña que el engaño depende de algún defecto.

Pero antes de examinar esto con más cuidado, y de pasar a la consideración de las demás verdades que pueden colegirse de ello, me parece oportuno detenerme algún tiempo a contemplar este Dios perfectísimo, apreciar debidamente sus maravillosos atributos, considerar, admirar y adorar la incomparable belleza de esta inmensa luz, en la medida, al menos, que me lo permita la fuerza de mi espíritu. Pues, enseñándonos la fe que la suprema felicidad de la vida no consiste sino en esa contemplación de la majestad divina, experimentamos ya que una meditación como la presente, aunque incomparablemente menos perfecta, nos hace gozar del mayor contento que es posible en esta vida.

EL PROBLEMA ÉTICO EN DESCARTES

Descartes buscará deducir de su método, al igual que una ontología, una moral, culmen de su sistema, proyecto que su muerte frustró (la “Ética demostrada al modo geométrico” de Spinoza puede leerse como una posible concreción de ese proyecto). No obstante, plantea la necesidad de atenernos a una moral provisional mientras el entendimiento sea presa de la duda, moral conformista y voluntarista cuya finalidad es vivir del mejor modo posible hasta la concreción de su moral definitiva, y cuyos enunciados expone en la Tercera Parte del "Discurso del Método": 1º) "Obedecer las leyes y costumbres de mi país"; 2º) "ser tan fuerte y tan resuelto en mis acciones como pueda"; 3º) "Vencerme antes a mí que a la fortuna y cambiar mis deseos antes que el orden del mundo" y 4º) "emplear toda mi vida en cultivar mi razón y avanzar cuanto pueda en el conocimiento de la verdad".

La moral definitiva no fue redactada jamás. Los esbozos de lo que iba a ser, en los que laten ciertas resonancias de los estoicos, están contenidos en una serie de cartas. Parece ser que contendrían tres preceptos, que prácticamente se corresponden con los tres últimos de la moral provisional: 1º) "El hombre tiene que intentar utilizar siempre su razón en la contemplación de la verdad"; 2º) "Tener una firme y constante resolución de ejecutar todo cuanto la razón aconseje, sin que las pasiones ni los apetitos nos desvíen de ello" y 3º) "No desear lo imposible, y no arrepentirse de los propios errores".

EL PROBLEMA DE DIOS EN DESCARTES

El problema del conocimiento en Descartes es indisociable del problema de Dios, en tanto que el Dios que aparece en sus “Meditaciones” fundamenta la verdad de nuestras intuiciones. Sólo aceptando la existencia de un Dios racional puede la mente puede razonar con verdad y no caer en el error.

Pero las dificultades son muchas para demostrar la existencia de Dios, porque Descartes, si quiere ser consecuente con su sistema, no puede "demostrar" a Dios recurriendo a la experiencia sensible (como había hecho Tomás de Aquino), pues de ella se puede dudar, como de la existencia del mundo. En lo único en que podemos basarnos es en nuestro propio yo pensante. Hay que demostrar la existencia de Dios por una intuición, semejante a la del cogito.

Profundizando en el yo pensante, Descartes considera las ideas. De todas ellas se pregunta su origen, es decir, ¿las ha producido este mismo yo pensante? Y se topa con una idea, la única, que no puede haber producido el yo, la idea de Dios. Su "demostración" se basa en que el yo no concibe cómo ha surgido en él la idea de Dios, mientras que de todas las demás se puede imaginar que haya surgido del yo. La prueba se basa, pues, en la intuición de que la idea de Dios no procede de uno mismo. Ha sido puesta, como una idea innata, en el yo pensante por Dios. Por lo tanto, al exigirse tanta realidad en la causa como en el efecto, la idea de Dios proviene de la realidad de Dios, luego Dios existe.

Descartes considera tres pruebas de la existencia de Dios, dos en aplicación del principio de causalidad y la última por el análisis de la idea de perfección. Las dos primeras solo se distinguen en un matiz. Lo que distingue a Descartes es su punto de partida; en su filosofía el único posible es el "yo", con sus ideas, puesto que en el punto de desarrollo de su sistema en que hace acto de presencia la idea de Dios aún ignoramos si existe otra cosa, por lo que el problema que viene Dios a solucionar es el del solipsismo (el supuesto de que solo existe una conciencia pensante en el Universo, la mía):

1ª prueba: Tenemos la idea de un ser perfecto por el solo hecho de darnos cuenta de que es imperfecto dudar. ¿De dónde proviene esa idea? No de mí, porque en la causa debe haber al menos tanta realidad como en el efecto. Por tanto, la causa de la idea de perfección no puede ser otra que el mismo ser perfecto.

2ª prueba: Soy imperfecto, puesto que dudo, pero tengo la idea de perfección. Por consiguiente, la poca perfección que poseo no proviene de mí, ya que, si así fuera, yo sería capaz de darme todas las perfecciones posibles. En consecuencia, yo dependo de una causa que posee por sí misma toda perfección.

3ª prueba: Se retoma el argumento ontológico de San Anselmo ("Proslogion", siglo IX) como una ampliación del argumento que me ha dado la existencia del yo. Su punto de aplicación es la idea del ser perfecto, en la que está comprendida la existencia del mismo ser, puesto que la existencia es la primera de las perfecciones y sería contradictorio negar la existencia de dicho ser (el ser perfecto no sería perfecto).

La base del argumento de Descartes es una idea innata, que, en el fondo, no es otra cosa que una intuición confusa de la esencia divina. Desde esta perspectiva se podría pensar que el argumento es válido, puesto que consiste solo en esclarecer un conocimiento que ya se tenía. No es una prueba, una demostración, pero es que ésta en el planteamiento de Descartes no se necesita, puesto que se tiene ya una intuición. Por tanto, el argumento es válido si se da como el desarrollo de una idea, pero en cuanto a saber si tenemos una idea innata de Dios, ésa es otra cuestión, y es de temer que la respuesta sea negativa.

Dios, caracterizado en la visión de Descartes por su causalidad y veracidad, se erige ahora en el garante de la verdad de nuestros razonamientos. Como Dios no puede engañar, porque supone defecto, la luz natural de la razón es recta, puesto que ha sido creada por Dios. La veracidad divina garantiza el valor de las ideas claras y distintas: lo que concibo claramente es tal como me lo presento. Queda así fundado el criterio de evidencia: “No es posible que me engañe en lo que parece evidente, porque el error provendría de Dios”.

EL PROBLEMA DEL HOMBRE EN DESCARTES

Toda la antropología cartesiana descansa sobre la distinción entre el cuerpo y el alma, dos substancias completas e independientes entre sí. La esencia de la substancia “cuerpo” es la extensión, mientras que la de la substancia “alma” es el pensamiento. El alma es una realidad auto-consciente, más conocida, más evidente y más cierta que el cuerpo. Posee ideas innatas y es inmortal. El cuerpo se explica totalmente por las leyes del movimiento, dado que es un mecanismo físico. El alma, espíritu puro, es en cuanto a realidad pasiva, entendimiento, y en cuanto a realidad activa, voluntad.

Una antropología tan radicalmente dualista plantea el problema de explicar la interacción entre ambas, problema que el racionalismo post-cartesiano va a denominar el de la “comunicación de las sustancias” (“res cogitans” el alma y “res extensa” el cuerpo). Si el cuerpo subsiste como autómata y el alma como espíritu pensante, ¿Cómo se establece su unidad?

Descartes acaba por presentar la unidad del hombre como un hecho irracional al hacer de la “glándula pineal” (la epífisis), situada entre los dos hemisferios del cerebro, la sede del alma. Desde allí dirigiría los movimientos corporales, originando una doble circulación hacia el alma y hacia y el cuerpo de los impulsos de la voluntad, los humores, y los “espíritus animales” que se originan en el organismo (haciendo aquí gala el pensador de unas concepciones fisiológicas aún ancladas en una medicina nada “moderna”).

EL CONOCIMIENTO EN DESCARTES

Descartes es el máximo representante del racionalismo europeo del Siglo XVII. Su pensamiento es una incesante indagación en busca de la certeza que parecía negada a la filosofía, campo de opiniones contrapuestas donde ningún criterio de verdad parecía servir para discriminar el acierto del error. Frente a esa caótica situación, el pensador francés pretende convertir a la filosofía en un saber riguroso, definido por los elementos con los que la epistemología -ya en su época- concibe cada ciencia: objeto y método. De su preocupación metodológica da fe el título de su obra más conocida, el “Discurso del método” (1637). En ella extrapola a la filosofía las reglas o preceptos, extraídos de la lógica, la geometría y el análisis matemático, cuya aplicación ha tenido como fruto la fiabilidad y el rigor de dichos saberes. Estas reglas son: 1) no admitir como verdadero ningún enunciado cuya verdad no sea evidente; 2) dividir cada dificultad en las partes necesarias para su resolución; 3) razonar ordenadamente, procediendo de lo simple a lo complejo; y 4) revisar y comprobar todos los pasos para descartar errores.

En aplicación del primer precepto del método, Descartes busca un punto de partida obvio, una idea clara y distinta. El modo de hallarlo es la aplicación sistemática de la duda. Es el propio hecho del pensamiento, cuyo sujeto es el “yo”, el que se revela en ese proceso como una evidencia absoluta. La proposición “Cogito, ergo sum” (Pienso, luego existo) va a ser el fundamento de su filosofía.

El “yo” que revela el “cogito” es presentado como una substancia cuya esencia es el pensamiento. Sus ideas son clasificadas por Descartes en adventicias (provenientes de una hipotética experiencia externa), ficticias (imaginarias) e innatas. De entre estas últimas es la de Dios (“res infinita”) el “resorte” que va a permitir el avance de su sistema, en tanto va a garantizar la fiabilidad de cuanto concibo de forma clara y distinta, en la medida en que un defecto de la razón implicaría un inconcebible defecto divino.

La realidad material es asumida en su sistema a partir de la cualidad que se presenta más evidente a la razón: la extensión. En consecuencia, hay que afirmar la existencia de dos formas distintas de realidad finita, dos sustancias: la “res cogitans” (pensamiento, ideas, ...) y la “res extensa” (materia). Ese dualismo es planteado tan radicalmente que la interacción alma-cuerpo queda sin una explicación concluyente, pese a que Descartes la remite a la “glándula pineal”.

EL RACIONALISMO Y DESCARTES

DESCARTES presentado por FERNANDO SAVATER

MENTIRA LA VERDAD: DESCARTES

VIDA DE RENÉ DESCARTES

DESCARTES: FRASE CLAVE E IMPORTANCIA FILOSÓFICA

René DESCARTES (1596 – 1650)
FRASE CLAVE:
“Puedo dudar de todo, salvo de mi propia realidad, a partir de la cual puedo construir todo conocimiento”
IMPORTANCIA FILOSÓFICA:
-         Inicia el giro subjetivista que marcará toda la filosofía posterior.
-        Construye una filosofía modelada según los elementos que definen la ciencia: objeto y método, con especial hincapié en el segundo.
-        Convierte la certeza en el fundamento de su sistema.
      -         Plantea con claridad las grandes cuestiones filosóficas que guían toda la filosofía 
           moderna.

"WAKING LIFE", GENUINO CINE CARTESIANO



Una de las dos o tres mejores películas del siglo XXI y una original reflexión sobre la imposibilidad de diferenciar el sueño de la realidad. Dirigida por Richard Linklater en 2001, aún no cuenta con una edición española en DVD, aunque no es difícil de ver en su versión subtitulada. Aprovecho para recomendarla encarecidamente, utilizando para ello las palabras de otro entusiasta, Augusto Nicolás (http://www.facebook.com/topic.php?uid=241710204555&topic=12710):

Si el sueño es una traducción de la vigilia, “Waking Life” es también una traducción de los sueños.

¿Quién eres?, ¿qué haces aquí en esta vida?, ¿hacia dónde la diriges?, ¿qué es real?, ¿qué no lo es?, ¿cuál es el propósito?, ¿qué es estar vivo?, ¿cuál es tu lugar en el Universo?...

Si se han preguntado esto alguna vez, aquí tienen una película -visualmente impresionante- que comparte las mismas inquietudes.

¿Alguna vez han despertado de un sueño sin poder, por unos momentos, separar la frontera entre la realidad y el mundo donde soñamos?. De hecho, confieso que eso me pasa en ocasiones aún estando despierto, cuando me pierdo soñando y me dejo ir a ese mundo que existe más allá de la realidad.

Como nuestra mente, los sueños están en otro plano, en un lugar distinto al que experimentamos durante la vida en la que estamos despiertos. Nuestra mente consciente trabaja con cierta clase y cantidad de información que viene de eso que llamamos "realidad", pero los sueños no tienen esas limitantes. Los sueños son libres de toda restricción de la realidad física, y es posible flotar, lograr que en quien pensamos aparezca de forma inmediata a nuestro lado, y cualquier cosa que en el plano "real" podemos llamara "fantástica"... El subconsciente juega cuando la parte consciente se duerme, y los recuerdos acumulados de esta parte se transforman y usan de forma distinta...

Un joven viaja en tren y sueña con un niño y una niña que juegan con un papel que muestra una frase poderosa desde el inicio: Dream is destiny. El niño ve una estrella fugaz y flota... Al terminar el viaje en tren, el joven llama y deja un mensaje, mientras una misteriosa chica le observa... Al salir de la estación, sube a un auto que parece bote, y el conductor, o capitán, le dice algo igual de reflexivo, the ride doesn't require an explanation, only passengers, mientras que otro pasajero afirma que there's only one instant, and it's right now, and it's eternity. Sin un lugar claro como destino, al bajar del auto el joven encuentra un papel que dice "mira a la derecha", de donde surge un auto que está a punto de atropellarlo, justo cuando despierta. Pero despierta a un estado de ensueño... ¿le golpeó el auto?, ¿lo soñó?, ¿está despierto?, ¿es posible despertar?...

Esto es Waking Life, pero esta aseveración es tremendamente minimalista, pues la cinta es eso pero no lo es, y es mucho, mucho más de lo que muchos soportarán, y es además mucho, mucho más de lo que se lee, para regocijo de quienes la disfrutamos y la seguimos soñando después de haberla visto.

El guión y dirección son de Richard Linklater (The Newton Boys, Suburbia), la mano detrás de esta propuesta valiente y bien lograda.

Un protagonista anónimo, Ethan Hawke y Julie Delpy en donde nos quedamos en Before Sunrise (¿la recuerdan? del mismo director, una cinta romántica ambientada en Europa, con un final que dejó llorando a más de una, y de uno), con discusiones sobre los sueños y la reencarnación, un hombre compara el cuerpo con una máquina y su rostro se vuelve engrane, una serie de eventos complejos, lo que habla de la película en el global: una serie de discusiones filosóficas que cubre muchos temas, con diálogos memorables y una estética asombrosa.

Es obvio que las preguntas planteadas son algo complejo y algo profundo, y que una película (o un libro, o una canción...) no tiene las respuestas completas, pero el hecho de plantearlas, de jugar con ellas, de atreverse a proponerlas en un mundo donde cosas como el dinero y el trabajo no siempre permiten pensar en eso, es en si mismo una razón valiosa para ir al cine a verla. Explorar estas preguntas, y hacerlo de una forma tan grata en lo visual, es una forma de expresar júbilo, gozo por la vida, ...y por el cine y la animación.

¿Cómo se filma algo que ocurre enteramente en la mente de una persona?

Waking Life es un experimento, algo distinto a lo que se ve usualmente en pantallas, es una cinta de animación no-convencional, que a pesar de ser filmada con video digital en live-action, fue además digitalmente trabajada por artistas gráficos para el resultado final: una mezcla de magia y de imágenes, algunas detalladas y otras muy toscas, pero siempre en movimiento, siempre dentro de una especie de sueño...

El trabajo fue de 30 animadores, cada uno encargado de la interpretación, animación, color y textura de un personaje, y quienes usaron las imágenes de los actores reales, y a partir de la edición previa a la animación pintaron sobre ellos con un software de rotoscopio interpolado (el rotoscopio es una técnica que permite usar imágenes filmadas como fondo sobre el que se dibuja la animación; se usó en cintas como Blanca Nieves y ahora se trata de una opcióin digital), que permitió el efecto final, y el obtener transiciones automáticas entre los cuadros.

El estudio responsable de la animación es LineResearch, fundado por Bob Sabiston (creador del software de rotoscopio usado) y el director Richard Linklater.

¿El resultado? El poder combinado de la vitalidad de los seres humanos se combina con el poder expresivo de la animación y el color... perfecta composición y mezcla.

En la música, y como en la escena de los que ensayan al inicio, también hay movimiento, el director de los músicos pide vibrato y que la música sea ondulante, un poco fuera de tono... Cello, violines, piano y acordeón sirven de soundtrack, y se trata de tonos mágicos que acompañan de forma perfecta a la imagen.

La filosofía que sustenta los diálogos y los sucesos tiene de todo, existencialismo, filosofía de clásicos, alusiones a muchas corrientes que hablan de los sueños y de la vida, etc.

Disfrútenla, no la lean literal, no memoricen las frases o pretendan comprender todo de golpe, dejen que fluyan por ustedes, que les golpeen después, cuando recuerden la cinta y los contenidos salgan solos y les provoquen ideas y sensaciones...

Es cierto que no es para todos, habrá quienes crean que es excesiva en su propuesta, o que es pretenciosa (hmmm, quizá un poco, pero yo sueño a veces con altas pretensiones también, ustedes también, y se vale) y habrá hasta quien se sienta incómodo con los planteamientos, o no comprenda el objetivo, pero eso es parte de los sueños, no todos son digeribles fácilmente.

Aún si no les gusta, no han visto nunca -nunca- nada igual a esta muestra animada.

Una de las cintas visualmente más hermosas que se han realizado... y una cinta que te pone a pensar. ¿Se puede pedir más?. Una maravilla.

FICHA TECNICA

• Dirección y guión: Richard Linklater.
• País: USA.
• Año: 2001.
• Duración: 97 min.
• Género: Animación.
• Producción: Tommy Pallotta, Jonah Smith, Palmer West y Anne Walker-McBay.
• Música: Glover Gill.
• Fotografía: Richard Linklater y Tommy Pallotta.
• Montaje: Sandra Adair.
• Dirección artística: Bob Sabiston.

UN MUNDO FUERA DE LA MENTE



"Tengo que creer en un mundo fuera de mi propia mente. Tengo que creer que mis acciones todavía tienen significando... aún cuando yo no puedo recordarlas. Tengo que creer que cuando mis ojos están cerrados, el mundo todavía continúa allí."

(Leonard en “Memento”, Christopher Nolan, 2001)

UNA PESADILLA CARTESIANA

El hombre soñaba que estaba durmiendo en un cuarto igual a aquel en que dormía en la realidad, y también en ese segundo sueño soñaba que estaba durmiendo, y soñando el mismo sueño en un tercer cuarto igual a los dos anteriores. En aquel instante sonaba el despertador en la mesilla de noche de la realidad, y el dormido empezaba a despertar. Para lograrlo, por supuesto, tenía que despertar del tercer cuarto al segundo, pero lo hizo con tanta cautela que cuanto despertó en el cuarto de la realidad había dejado de sonar el despertador.

Entonces, despierto por completo, tuvo el instante de duda de su perdición: el cuarto era tan parecido a los otros de los sueños superpuestos que no pudo encontrar ningún motivo para no poner en duda que también aquel era un cuarto soñado. Para su gran infortunio, cometió por eso el error de dormirse otra vez, ansioso de explorar el cuarto del segundo sueño para ver si allí encontraba un indicio más cierto de la realidad, y como no lo encontró, se durmió a su vez dentro del segundo sueño para buscar la realidad en el tercero, y luego en el cuarto, y en el quinto. De allí -ya con los primeros latidos de terror- empezó a despertar de nuevo hacia atrás, del quinto sueño al cuarto, y del cuarto al tercero, y del tercero al segundo, y en su impulso desatinado perdió la cuenta de los sueños superpuestos y pasó de largo por la realidad. De modo que siguió despertando hacia atrás en los sueños de otros cuartos que ya no estaban delante, sino detrás de la realidad. Perdido en la galería sin término de cuartos iguales se quedó dormido para siempre, paseándose de un extremo a otro de los sueños incontables sin encontrar la puerta de salida a la vida real, y la muerte fue su alivio en un cuarto de número inconcebible que jamás se pudo establecer a ciencia cierta.

(Gabriel García Márquez)

CARACTERÍSTICAS GENERALES DEL RACIONALISMO Y DEL EMPIRISMO

RACIONALISMO Y EMPIRISMO

FILOSOFIA DE LA ÉPOCA BARROCA

PRESENTACIÓN SOBRE EL ARTE BARROCO

EL ARTE BARROCO

LA REVOLUCIÓN CIENTÍFICA

LA CONTRARREFORMA

LA REFORMA PROTESTANTE

LA DIVISIÓN RELIGIOSA DE EUROPA EN LOS SIGLOS XVI Y XVII

LA ERA DE LOS DESCUBRIMIENTOS

MAQUIAVELO: MODELO DE RESPUESTA A LA CUESTIÓN 1 DEL EXAMEN DE SELECTIVIDAD

Digamos primero que hay dos maneras de combatir: una, con las leyes; otra, con la fuerza. La primera es distintiva del hombre; la segunda, de la bestia. Pero como a menudo la primera no basta, es forzoso recurrir a la segunda. Un príncipe debe saber entonces comportarse como bestia y como hombre. Esto es lo que los antiguos escritores enseñaron a los príncipes de un modo velado cuando dijeron que Aquiles y muchos otros de los príncipes antiguos fueron confiados al centauro Quirón para que los criara y educase. Lo cual significa que, como el preceptor es mitad bestia y mitad hombre, un príncipe debe saber emplear las cualidades de ambas naturalezas, y que una no puede durar mucho tiempo sin la otra.

(Maquiavelo, El príncipe, capítulo XVIII)

1).- Exponer las ideas fundamentales del texto y las relaciónes existentes entre ellas.

RESPUESTA:

Nicolás Maquiavelo (1469-1553), teórico de la razón de Estado, afirma en este texto que el gobernante ha de combinar la humanidad con la fuerza: "Un príncipe debe saber ... comportarse como bestia y como hombre" (líneas 3-4), idea que se repite en la penúltima frase del párrafo.

En consonancia con su fundamentación del pragmatismo político, disociado de toda restricción moral, el autor parte de la necesidad que tiene el príncipe de respaldar la eficacia de las leyes con la "reserva" de fuerza bruta que, detentada por el Estado, otorga eficacia a aquéllas: "... hay dos maneras de combatir: una, con las leyes; otra, con la fuerza" (línea 1).

El autor reconoce la dimensión animal de la fuerza, "distintiva ... de la bestia" (línea 2), pero asume su necesidad: "... como a menudo la primera no basta, es forzoso recurrir a la segunda" (líneas 2-3). Solo la coacción, ejercida con determinación, e incluso con crueldad, puede cohexionar al Estado y superar aquello que lo amenaza.

Maquiavelo ve una ilustración de esta tesis en la figura mitológica del centauro Quirón, mentor de Aquiles y de "muchos otros príncipes", y en cuya figura se entremezclan lo humano y lo animal: "... como el preceptor es mitad bestia y mitad hombre, un príncipe debe saber emplear las cualidades de ambas naturalezas" (líneas 7-8).

Finalmente, si el respeto a la ley otorga legitimidad a la gestión del gobernante, solo el respaldo de la fuerza le da cohexión y eficacia: "... una no puede durar mucho tiempo sin la otra" (líneas 8-9).

MAQUIAVELO: EL PRÍNCIPE, capítulos XV - XIX


Capitulo XV

DE AQUELLAS COSAS POR LAS CUALES LOS HOMBRES Y ESPECIALMENTE LOS PRÍNCIPES, SON ALABADOS O CENSURADOS

Queda ahora por analizar cómo debe comportarse un príncipe en el trato con súbditos y amigos. Y porque sé que muchos han escrito sobre el tema, me pregunto, al escribir ahora yo, si no seré tachado de presuntuoso, sobre todo al comprobar que en esta materia me aparto de sus opiniones. Pero siendo mi propósito escribir cosa útil para quien la entiende, me ha parecido más conveniente ir tras la verdad efectiva de la cosa que tras su apariencia. Porque muchos se han imaginado como existentes de veras a repúblicas y principados que nunca han sido vistos ni conocidos; porque hay tanta diferencia entre cómo se vive y cómo se debería vivir, que aquel que deja lo que se hace por lo que debería hacerse marcha a su ruina en vez de beneficiarse., pues un hombre que en todas partes quiera hacer profesión de bueno es inevitable que se pierda entre tantos que no lo son. Por lo cual es necesario que todo príncipe que quiera mantenerse aprenda a no ser bueno, y a practicarlo o no de acuerdo con la necesidad.

Dejando, pues, a un lado las fantasías, y preocupándonos sólo de las cosas reales, digo que todos los hombres, cuando se habla de ellos, y en particular los príncipes, por ocupar posiciones más elevadas, son juzgados por algunas de estas cualidades que les valen o censura o elogio. Uno es llamado pródigo, otro tacaño (y empleo un término toscano, porque “avaro”, en nuestra lengua, es también el que tiende a enriquecerse por medio de la rapiña, mientras que llamamos “tacaño” al que se abstiene demasiado de gastar lo suyo); uno es considerado dadivoso, otro rapaz; uno cruel, otro clemente; uno traidor, otro leal; uno afeminado y pusilánime, otro decidido y animoso; uno humano, otro soberbio; uno lascivo, otro casto; uno sincero, otro astuto; uno duro, otro débil; uno grave, otro. frívolo; uno religioso, otro incrédulo, y así sucesivamente. Sé que no habría nadie que no opinase que sería cosa muy loable que, de entre todas las cualidades nombradas, un príncipe poseyese las que son consideradas buenas; pero como no es posible poseerlas todas, ni observarlas siempre, porque la naturaleza humana no lo consiente, le es preciso ser tan cuerdo que sepa evitar la vergüenza de aquellas que le significarían la pérdida del Estado, y, sí puede, aun de las que no se lo harían perder; pero si no puede no debe preocuparse gran cosa, y mucho menos de incurrir en la infamia de vicios sin los cuales difícilmente podría salvar el Estado, porque si consideramos esto con frialdad, hallaremos que, a veces, lo que parece virtud es causa de ruina, y lo que parece vicio sólo acaba por traer el bienestar y la seguridad.


Capitulo XVI

DE LA PRODIGALIDAD Y DE LA AVARICIA

Empezando por las primeras de las cualidades nombradas, digo que estaría bien ser tenido por pródigo. Sin embargo, la prodigalidad, practicada de manera que se sepa que uno es pródigo, perjudica; y por otra parte, si se la practica virtuosamente y tal como se la debe practicar, la prodigalidad no será conocida y se creerá que existe el vicio contrario. Pero como el que quiere conseguir fama de pródigo entre los hombres no puede pasar por alto ninguna clase de lujos, sucederá siempre que un príncipe así acostumbrado a proceder consumirá en tales obras todas sus riquezas y se verá obligado, a la postre, si desea conservar su reputación, a imponer excesivos tributos, a ser riguroso en el cobro y a hacer todas las cosas que hay que hacer para procurarse dinero. Lo cual empezará a tornarle odioso a los ojos de sus súbditos, y nadie lo estimará, ya que se habrá vuelto pobre. Y como con su prodigalidad ha perjudicado a muchos y beneficiado a pocos, se resentirá al primer inconveniente y peligrará al menor riesgo. Y si entonces advierte su falla y quiere cambiar de conducta, será tachado de tacaño.

Ya que un príncipe no puede practicar públicamente esta virtud sin que se perjudique, convendrá, si es sensato, que no se preocupe si es tildado de tacaño; porque, con el tiempo, al ver que con su avaricia le bastan las entradas para defenderse de quien le hace la guerra, y puede acometer nuevas empresas sin gravar al pueblo, será tenido siempre por más pródigo, pues practica la generosidad con todos aquellos a quienes no quita, que son innumerables, y la avaricia con todos aquellos a quienes no da, que son pocos.

En nuestros tiempos sólo hemos visto hacer grandes cosas a los hombres considerados tacaños; los demás siempre han fracasado. El papa Julio II, después de servirse del nombre do pródigo para llegar al Pontificado, no se cuidó a fin de poder hacer la guerra, de conservar semejante fama. El actual rey de Francia ha sostenido tantas guerras sin imponer tributos extraordinarios a sus súbditos porque, con su extremada economía, proveyó a los superfluos. El actual rey España, si hubiera sido espléndido, no habría realizado ni vencido en tantas empresas.

En consecuencia, un príncipe debe reparar poco --con tal de que ello le permita defenderse, no robar a los súbditos, no volverse pobre y despreciable, no mostrarse expoliador--en incurrir en el vicio de tacaño; porque éste es uno de los vicios que hacen posible reinar. Y si alguien dijese: “Gracias a su prodigalidad, César llegó al imperio, y muchos otros, por haber sido y haberse ganado fama de pródigos, escalaron altísimas posiciones”, contestaría: “O ya eres príncipe, o estas en camino de serlo; en el primer caso, la liberalidad es  perniciosa; en el segundo, necesaria.

Y César era uno do los que querían llegar al principado de Roma; pero si después de lograrlo hubiese sobrevivido y no so hubiera moderado en los gastos, habría llevado el imperio a la ruina”. Y si alguien replicase: “Ha habido muchos príncipes, reputados por liberalísimos, que hicieron grandes cosas con las armas” diría yo: “O el príncipe gasta lo suyo y lo de los súbditos, o gasta lo ajeno; en el primer caso debe ser medido, en el otro, no debe cuidarse del despilfarro. Porque el príncipe que va con sus ejércitos y que vive del botín, de los saqueos y de las contribuciones, necesita de esa esplendidez a costa de los enemigos, ya que de otra manera los soldados no lo seguirían. Con aquello que no es del príncipe ni de sus súbditos se puede ser extremadamente generoso, como lo fueron Ciro, César y Alejandro; porque el derrochar lo ajeno, antes concede que quita reputación; sólo el gastar lo de uno perjudica. No hay cosa que se consuma tanto a sí misma como la prodigalidad, pues cuanto más se la practica más se pierde la facultad de practicarla; y se vuelve el príncipe pobre y despreciable, o, si quiere escapar de la pobreza, expoliador y odioso. Y si hay algo que deba evitarse, es el ser despreciado y odioso, y a ambas cosa conduce la prodigalidad. Por lo tanto, es más prudente contentarse con el tilde de tacaño que implica una vergüenza sin odio, que, por ganar fama de pródigo, incurrir en el de expoliador, que implica una vergilenza con odio.


Capitulo XVII

DE LA CRUELDAD Y LA CLEMENCIA; Y SI ES MEJOR SER AMADO QUE TEMIDO, O SER TEMIDO QUE AMADO

Paso a las otras cualidades ya cimentadas y declaro que todos los príncipes deben desear ser tenidos por clementes y no por crueles. Y, sin embargo, deben cuidarse de emplear mal esta clemencia, César Borgia era considerado cruel, pese a lo cual fue su crueldad la que impuso el orden en la Romaña, la que logró su unión y la que la volvió a la paz y a la fe. Que, si se examina bien, se verá que Borgia fue mucho más clemente que el pueblo florentino, que para evitar ser tachado de cruel, dejó destruir a Pistoya. Por lo tanto, un príncipe no debe preocuparse porque lo acusen de cruel, siempre y cuando su crueldad tenga por objeto el mantener unidos y fieles a los súbditos; porque con pocos castigos ejemplares será más clemente que aquellos que, por excesiva clemencia, dejan multiplicar los desórdenes, causas de matanzas y saqueos que perjudican a toda una población, mientras que las medidas extremas adoptadas por el príncipe sólo van en contra de uno. Y es sobre todo un príncipe nuevo el que no debe evitar los actos de crueldad, pues toda nueva dominación trae consigo infinidad de peligros. Así se explica que Virgilio ponga en boca de Dido: Res dura et regni novitas me talia (cogunt Moliri, et late fines custode tueri.

Sin embargo, debe ser cauto en el creer y el obrar, no tener miedo de sí mismo y proceder con moderación, prudencia y humanidad, de modo que una excesiva confianza no lo vuelva imprudente, y una desconfianza exagerada, intolerable.

Surge de esto una cuestión: si vale más ser amado que temido, o temido que amado.

Nada mejor que ser ambas cosas a la vez; pero puesto que es difícil reunirlas y que siempre ha de faltar una, declaro que es más seguro ser temido que amado. Porque de la generalidad de los hombres se puede decir esto: que son ingratos, volubles, simuladores, cobardes ante el peligro y ávidos de lucro. Mientras les haces bien, son completamente tuyos: te ofrecen su sangre, sus bienes, su vida y sus hijos, pues -como antes expliqué-ninguna necesidad tienes de ello; pero cuando la necesidad se presenta se rebelan. Y el príncipe que ha descansado por entero en su palabra va a la ruina al no haber tomado otras providencias; porque las amistades que se adquieren con el dinero y no con la altura y nobleza de alma son amistades merecidas, pero de las cuales no se dispone, y llegada la oportunidad no se las puede utilizar. Y los hombres tienen menos cuidado en ofender a uno que se haga amar que a uno que se haga temer; porque el amor es un vínculo de gratitud que los hombres, perversos por naturaleza, rompen cada vez que pueden beneficiarse; pero el temor es miedo al castigo que no se pierde nunca. No obstante lo cual, el príncipe debe hacerse temer de modo que, si no se granjea el amor, evite el odio, pues no es imposible ser a la vez temido y no odiado; y para ello bastará que se abstenga de apoderarse de los bienes y de las mujeres de sus ciudadanos y súbditos, y que no proceda contra la vida de alguien sino cuando hay justificación conveniente y motivo manifiesto; pero sobre todo abstenerse de los bienes ajenos, porque los hombres olvidan antes la muerte del padre que la pérdida del patrimonio.

Luego, nunca faltan excusas para despojar a los demás de sus bienes, y el que empieza a vivir de la rapiña siempre encuentra pretextos para apoderarse de lo ajeno, y, por el contrario, para quitar la vida, son más raros y desaparezcan con más rapidez.

Pero cuando el príncipe está al frente de sus ejércitos y tiene que gobernar a miles de soldados, es absolutamente necesario que no se preocupe si merece fama de cruel, porque sin esta fama jamás podrá tenerse ejército alguno unido y dispuesto a la lucha. Entre las infinitas cosas admirables de Aníbal se cita la de que, aunque contaba con un ejército grandísimo, formado por hombres de todas las razas a los que llevó a combatir en tierras extranjeras, jamás surgió discordia alguna entre ellos ni contra el príncipe, así en la mala como en la buena fortuna. Y esto no podía deberse sino a su crueldad inhumana, que, unida a sus muchas otras virtudes, lo hacía venerable y terrible en el concepto de los soldados; que, sin aquélla, todas las demás no le habrían bastado para ganarse este respeto. Los historiadores poco reflexivos admiran, por una parte, semejante orden, y, por la otra, censuran su razón principal. Que si es verdad o no que las demás virtudes no le habrían bastado puede verse en Escipión -hombre de condiciones poco comunes, no sólo dentro de su época, sino dentro de toda la historia de la humanidad-, cuyos ejércitos se rebelaron en España. Lo cual se produjo por culpa de su excesiva clemencia, que había dado a sus soldados más licencia de la que a la disciplina militar convenía. Falta que Fabio Máximo le reprochó en el Senado, llamándolo corruptor de la milicia romana. Los locrios, habiendo sido ultrajados por un enviado de Escipión, no fueron desagraviados por éste ni la insolencia del primero fue castigada naciendo todo de aquel su blando carácter. Y a tal extremo, que alguien que lo quiso justificar ante el Senado dijo que pertenecía a la clase de hombres que saben mejor no equivocarse que enmendar las equivocaciones ajenas. Este carácter, con el tiempo habría acabado por empañar su fama y su honor, a haber llegado Escipión al mando absoluto; pero como estaba bajo las órdenes del Senado, no sólo quedó escondida esta mala cualidad suya, sino que se convirtió en su gloria.

Volviendo a la cuestión de ser amado o temido, concluyo que, como el amar depende de la voluntad de los hombres y el temer de la voluntad del príncipe, un príncipe prudente debe apoyarse en lo suyo y no en lo ajeno, pero, como he dicho, tratando siempre de evitar el odio.


Capitulo XVIII

DE QUE MODO LOS PRÍNCIPES
DEBEN CUMPLIR SUS PROMESAS

Nadie deja de comprender cuán digno de alabanza es el príncipe que cumple la palabra dada, que obra con rectitud y no con doblez; pero la experiencia nos demuestra, por lo que sucede en nuestros tiempos, que son precisamente los príncipes que han hecho menos caso de la fe jurada, envuelto a los demás con su astucia y reído de los que han confiado en su lealtad, los únicos que han realizado grandes empresas.

Digamos primero que hay dos maneras de combatir: una, con las leyes; otra, con la fuerza. La primera es distintiva del hombre; la segunda, de la bestia. Pero como a menudo la primera no basta, es forzoso recurrir a la segunda. Un príncipe debe saber entonces comportarse como bestia y como hombre. Esto es lo que los antiguos escritores enseñaron a los príncipes de un modo velado cuando dijeron que Aquiles y muchos otros de los príncipes antiguos fueron confiados al centauro Quirón para que los criara y educase. Lo cual significa que, como el preceptor es mitad bestia y mitad hombre, un príncipe debe saber emplear las cualidades de ambas naturalezas, y que una no puede durar mucho tiempo sin la otra.

De manera que, ya que se ve obligado a comportarse como bestia, conviene que el príncipe se transforma en zorro y en león, porque el 1eón no sabe protegerse de las trampas ni el zorro protegerse de los lobos. Hay, pues, que ser zorro para conocer las trampas y 1eón para espantar a los lobos. Los que sólo se sirven de las cualidades del 1eón demuestran poca experiencia. Por lo tanto, un príncipe prudente no debe observar la fe jurada cuando semejante observancia vaya en contra de sus intereses y cuando hayan desaparecido las razones que le hicieron prometer. Si los hombres fuesen todos buenos, este precepto no sería bueno; pero como son perversos, y no la observarían contigo, tampoco tú debes observarla con ellos. Nunca faltaron a un príncipe razones legitimas para disfrazar la inobservancia. Se podrían citar innumerables ejemplos modernos de tratados de paz y promesas vueltos inútiles por la infidelidad de los príncipes. Que el que mejor ha sabido ser zorro, ése ha triunfado. Pero hay que saber disfrazarse bien y ser hábil en fingir y en disimular. Los hombres son tan simples y de tal manera obedecen a las necesidades del momento, que aquel que engaña encontrará siempre quien se deje engañar.

No quiero callar uno de los ejemplos contemporáneos. Alejandro VI nunca hizo ni pensó en otra cosa que en engañar a los hombres, y siempre halló oportunidad para hacerlo. Jamás hubo hombre que prometiese con mi desparpajo ni que hiciera tantos juramentos sin cumplir ninguno; y, sin embargo, los engaños siempre le salieron a pedir de boca, porque conocía bien esta parte del mundo.

No es preciso que un príncipe posea todas las virtudes citadas, pero es indispensable que aparente poseerlas. Y hasta me atreveré a decir esto: que el tenerlas y practicarlas siempre es perjudicial, y el aparentar tenerlas, útil. Está bien mostrarse piadoso, fiel, humano, recto y religioso, y asimismo serlo efectivamente; pero se debe estar dispuesto a irse al otro extremo si ello fuera necesario. Y ha de tenerse presente que un príncipe, y sobre todo un príncipe nuevo, no puede observar todas las cosas gracias a las cuales los hombres son considerados buenos, porque, a menudo, para conservarse en el poder, se ve arrastrado a obrar contra la fe, la caridad, la humanidad y la religión. Es preciso, pues, que tenga una inteligencia capaz de adaptarse a todas las circunstancias, y que, como he dicho antes, no se aparte del bien mientras pueda, pero que, en caso de necesidad, no titubee en entrar en el mal.

Por todo esto un príncipe debe tener muchísimo cuidado de que no le brote nunca de los labios algo que no esté empapado de las cinco virtudes citadas, y de que, al verlo y oírlo, parezca la clemencia, la fe, la rectitud y la religión mismas, sobre todo esta última. Pues los hombres, en general, juzgan más con los ojos que con las manos, porque todos pueden ver, pero pocos tocar. Todos ven lo que pareces ser, mas pocos saben lo que eres; y estos pocos no se atreven a oponerse a la opinión de la mayoría, que se escuda detrás de la majestad del Estado. Y en las acciones de los hombres, y particularmente de los príncipes, donde no hay apelación posible, se atiende a los resultados. Trate, pues, un príncipe de vencer y conservar el Estado, que los medios siempre serán honorables y loados por todos; porque cl vulgo se deja engañar por las apariencias y por el éxito; y en el mundo sólo hay vulgo, ya que las minorías no cuentan sino cuando las mayorías no tienen donde apoyarse. Un príncipe de estos tiempos, a quien no es oportuno nombrar, jamás predica otra cosa que concordia y buena fe; y es enemigo acérrimo de ambas, ya que, si las hubiese observado, habría perdido más de una vez la fama y las tierras.


Capitulo XIX

DE QUE MODO DEBE EVITARSE SER DESPRECIADO Y ODIADO

Como de entre las cualidades mencionadas ya hablé de las mis importantes, quiero ahora, bajo este titulo general, referirme brevemente a las otras. Trate el príncipe de huir de las cosas que lo hagan odioso o despreciable, y una vez logrado, habrá cumplido con su deber y no tendrá nada que temer de los otros vicios. Hace odioso, sobre todo, como ya he dicho antes, el ser expoliador y el apoderarse de los bienes y de las mujeres de los súbditos, de todo lo cual convendrá abstenerse. Porque la mayoría de los hombres, mientras no se ven privados de sus bienes y de su honor, viven contentos; y el príncipe queda libre para combatir la ambición de los menos que puede cortar fácilmente y de mil maneras distintas. Hace despreciable el ser considerado voluble, frívolo, afeminado, pusilánime e irresoluto, defectos de los cuales debe alejarse como una nave de un escollo, e ingeniarse para que en sus actos se reconozca grandeza, valentía, seriedad y fuerza. Y con respecto a los asuntos privados de los súbditos, debe procurar que sus fallos sean irrevocables y empeñarse en adquirir tal autoridad que nadie piense en engañarlo ni envolverlo con intrigas.

El príncipe que conquista semejante autoridad es siempre respetado, pues difícilmente se conspira contra quien, por ser respetado, tiene necesariamente ser bueno y querido por los suyos. Y un príncipe debe temer dos cosas: en el interior, que se le subleven los súbditos; en el exterior, que le ataquen. Las potencias extranjeras. De éstas se, defenderá con buenas armas y buenas alianzas, y siempre tendrá buenas alianzas el que tenga buenas armas, así como siempre en el interior estarán seguras las cosas cuando lo estén en el exterior, a menos que no hubiesen sido previamente perturbadas por una conspiración. Y aun cuando los enemigos de afuera amenazasen, si ha vivido como he aconsejado y no ha perdido la presencia de espíritu rechazará todos los ataques, como hizo el espartano Nabis. En lo que se refiere a los súbditos, y a pesar de que no exista amenaza extranjera alguna, ha de cuidar que no conspiren secretamente; pero de este peligro puede asegurarse evitando que lo odien o lo desprecien y, como ya antes he repetido, empeñándose por todos los medios en tener satisfecho al pueblo. Porque el no ser odiado por el pueblo es uno de los remedios más eficaces de que dispone un príncipe contra las conjuraciones. El conspirador siempre cree que el pueblo quedará contento con la muerte del príncipe, y jamás, si sospecha que se producirá el efecto contrario, se decide a tomar semejante partido, pues son infinitos los peligros que corre el que conspira. La experiencia nos demuestra que hubo muchísimas conspiraciones y que muy pocas tuvieron éxito. Porque el que conspira no puede obrar solo ni buscar la complicidad de los que no cree descontentos; y no hay descontento que no se regocije en cuanto le hayas confesado tus propósitos, porque de la revelación de tu secreto puede esperar toda clase de beneficios; es preciso que, sea muy amigo tuyo o enconado enemigo del príncipe para que, al hallar en una parte ganancias seguras y en la otra dudosas y llenas de peligro, te sea, leal. Y para reducir el problema a, sus últimos términos, declaro que de parte del conspirador sólo hay recelos, sospechas y temor al castigo, mientras que el príncipe cuenta con la majestad del principado, con las leyes y con la ayuda de los amigos, de tal manera que, si se ha granjeado la simpatía popular, es imposible que haya alguien que sea tan temerario como para conspirar. Pues si un conspirador está por lo común rodeado de peligros antes de consumar el hecho, lo estará aún más después de ejecutarlo, porque no encontrará amparo en ninguna parte. Sobre este particular podrían citarse innumerables ejemplos; pero me daré por satisfecho con mencionar uno que pertenece a la época de nuestros padres. Micer Aníbal Bentivoglio, abuelo del actual micer Aníbal, que era príncipe de Bolonia, fue asesinado por los Canneschi, que se había conjurado contra él, no quedando de los suyos más que micer Juan, que era una criatura. Inmediatamente después de semejante crimen se sublevó el pueblo y exterminó a todos los Canneschi. Esto nace de la simpatía, popular que la casa de los Bentivoglio tenía en aquellos tiempos, y que fue tan grande que, no quedando de ella nadie en Bolonia que pudiese, muerto Aníbal, regir el Estado, y habiendo inicios de que en Florencia existía un descendiente de los Bentivoglio, que se consideraba hasta entonces hijo de cerrajero, vinieron los boloñeses en su busca a Florencia y le entregaron el gobierno de aquella ciudad la que fue gobernada por él hasta que micer Juan hubo llegado a una edad adecuada par asumir el mando.

Llego, pues, a la conclusión de que un príncipe, cuando es apreciado por el pueblo, debe cuidarse muy poco de las conspiraciones; pero que debe temer todo y a todos cuando lo tienen por enemigo y es aborrecido por él. Los Estados bien organizados y los príncipes sabios siempre han procurado no exasperar a los nobles y, a la vez, tener satisfecho y contento al pueblo. Es éste uno de los puntos a que más debe atender un príncipe.

En la actualidad, entre los reinos bien organizados, cabe nombrar el de Francia, que cuenta con muchas instituciones buenas que están al servicio de la libertad y de la seguridad del rey, de las cuales la primera es el Parlamento. Como el que organizó este reino conocía, por una parte, la ambición y la violencia de los poderosos y la necesidad de tenerlos como de una brida para corregirlos y, por la otra, el odio a los nobles que el temor hacía nacer en el pueblo -temor que había que hacer desaparecer-, dispuso que no fuese cuidado exclusivo del rey esa tarea, para evitarle los inconvenientes que tendría con los nobles si favorecía al pueblo y los que tendría con el pueblo si favorecía a los nobles. Creó entonces un tercer poder que, sin responsabilidades para el rey, castigase a los nobles y beneficiase al pueblo. No podía tomarse medida mejor ni más juiciosa, ni que tanto proveyese a la seguridad del rey y del reino. De donde puede extraerse esta consecuencia digna de mención: que los príncipes deben encomendar a los demás las tareas gravosas y reservarse las agradables. Y vuelvo a repetir que un príncipe debe estimar a los nobles, pero sin hacerse odiar por el pueblo.

Acaso podrá parecer a muchos que el ejemplo de la vida y muerte de ciertos emperadores romanos contradice mis opiniones, porque hubo quienes, a pesar de haberse conducido siempre virtuosamente y de poseer grandes cualidades, perdieron el imperio o, peor aún, fueron asesinados por sus mismos súbditos, conjurados en su contra.

Para contestar a estas objeciones examinaré el comportamiento de algunos emperadores y demostraré que las causas de su ruina no difieren de las que he expuesto, y mientras tanto, recordaré los hechos más salientes de la Historia de aquellos tiempos. Me limitaré a tomar a los emperadores que se sucedieron desde Marco el Filósofo hasta Maximino: Marco, su hijo Cómodo, Pertinax, Juliano, Severo, su hijo Antonio Caracalla, Macrino, Heliogábalo, Alejandro y Maximino. Pero antes conviene hacer notar que, mientras los príncipes de hoy sólo tienen que luchar contra la ambición de los nobles y la violencia de los pueblos, los emperadores romanos tenían que hacer frente a una tercera dificultad: la codicia y la crueldad de sus soldados, motivo de la ruina de muchos. Porque era difícil dejar a la vez satisfechos a los soldados y al pueblo, pues en tanto que el pueblo amaba la paz y a los príncipes sosegados, las tropas preferían a los príncipes belicosos, violentos, crueles y rapaces, y mucho más si lo eran contra el pueblo, ya que así y tenían ocasión de deshogar su codicia y su perversidad.

Esto explica por qué los emperadores que carecían de autoridad suficiente para contener a unos y a los otros siempre fracasaban; y explica también por qué la mayoría, y sobre todo los que subían al trono por herencia, una vez conocida la imposibilidad de dejar satisfechas a ambas partes, se decidían por los soldados, sin importarles pisotear al pueblo. Era el partido lógico: cuando el príncipe no puede evitar ser odiado por una de las dos partes, debe inclinarse hacia el grupo más numeroso, y cuando esto no es posible, inclinarse hacia el más fuerte. De ahí que los emperadores -que al serlo por razones ajenas al derecho tenían necesidad de apoyos extraordinarios- buscasen contentar a los soldados antes que al pueblo; lo cual, sin embargo, podía resultarles ventajoso o no según que supiesen o no ganarse y conservar su respeto. Por tales motivos, Marco, Pertinax y Alejandro, a pesar de su vida moderada, a pesar de ser amantes de la justicia, enemigos de, la crueldad, humanitarios y benévolos, tuvieron todos, salvo Marco, triste fin. Y Marco vivió y murió amado gracias a que llegó al trono por derecho de herencia, sin debérselo al pueblo ni a los soldados., y a que, como estaba adornado de muchas virtudes que lo hacían venerable, tuvo siempre, mientras vivió, sometidos a unos y a otros a su voluntad, y nunca fue odiado ni despreciado. Pero Pertinax fue hecho emperador contra el parecer de los soldados, que, acostumbrados a vivir en la mayor licencia bajo Cómodo, no podían tolerar la vida virtuosa que aquél pretendía imponerles; y por esto fue odiado. Y como al odio se agregó al desprecio que inspiraba su vejez, pereció en los comienzos mismos de su reinado.

Y aquí se debe señalar que el odio se gana tanto con las buenas acciones como con las perversas, por cuyo motivo, como dije antes, un príncipe que quiere conservar el poder es a menudo forzado a no ser bueno, porque cuando aquel grupo, ya sea pueblo, soldados o nobles, del que tú juzgas tener necesidad para mantenerte, está corrompido, te conviene seguir su capricho para satisfacerlo, pues entonces las buenas acciones serían tus enemigas.

Detengámonos ahora en Alejandro, hombre de tanta bondad que, entre los elogios que se le tributaron, figura el de que en catorce años que reinó no hizo matar a nadie sin juicio previo; pero su fama de persona débil y que se dejaba gobernar por su madre le acarreó el desprecio de los soldados, que se sublevaron y lo mataron.

Por el contrario, Cómodo, Severo, Antonio Caracalla y Maximino fueron ejemplos de crueldad y despotismo llevados al extremo. Para congraciarse con los soldados, no ahorraron ultrajes al pueblo. Y todos, a excepción de Severo, acabaron mal. Severo, aunque oprimió al pueblo, pudo reinar felizmente en mérito al apoyo de los soldados y a sus grandes cualidades, que lo hacían tan admirable a los ojos del pueblo y del ejército que éste quedaba reverente y satisfecho, y aquél, atemorizado y estupefacto. Y como sus acciones fueron notables para un príncipe nuevo, quiero explicar brevemente lo bien que supo proceder como zorro y como león, cuyas cualidades, como ya he dicho, deben ser imitadas por todos los príncipes.

Enterado de que el emperador Juliano era un cobarde, Severo convenció al ejército que estaba bajo su mando en Esclavonia de que era necesario ir a Roma para vengar la muerte de Pertinax, a quien los pretorianos habían asesinado. Y con este pretexto, sin dar a conocer sus aspiraciones al imperio, condujo al ejército contra Roma y estuvo en Italia antes que se hubiese tenido noticia de su partida. Una vez en Roma, dio muerte a Juliano; y el Senado, lleno de espanto, lo eligió emperador. Pero para adueñarse del Estado quedaban aún a Severo dos dificultades. la primera en Oriente, donde Níger, jefe de los ejércitos asiáticos, se habla hecho proclamar emperador; la segunda en Occidente, donde se hallaba Albino, quien también tenía pretensiones al imperio. Y como juzgaba peligroso declararse a la vez enemigo de los dos, resolvió atacar a Níger y engañar a Albino, para lo cual escribió a éste que, elegido emperador por el Senado, quería compartir el trono con él; le mandó el título de césar y, por acuerdo del Senado, lo convirtió en su colega, distinción que Albino aceptó sin vacilar. Pero una vez que hubo vencido y muerto a Níger, y pacificadas las cosas en Oriente, volvió a Roma y se quejó al Senado de que Albino, olvidándose de los beneficios que le debía, había tratado vilmente de matarlo, por lo cual era preciso que castigara su ingratitud. Fue entonces a buscarlo a las Galias y le quitó la vida y el Estado.

Quien examine, pues, detenidamente las acciones de Severo, verá que fue un feroz león y un zorro muy astuto, y advertirá que todos le temieron y respetaron y que el ejército no lo odió; y no se asombrará de que él, príncipe nuevo, haya podido ser amo de un imperio tan vasto, porque su ilimitada autoridad lo protegió siempre del odio que sus depredaciones podían haber hecho nacer en el pueblo.

Pero Antonino, su hijo, también fue hombre, de cualidades que lo hacían admirable en el concepto del pueblo y grato en el de los soldados. Varón de genio guerrero, durísimo a la fatiga, enemigo de la molicie y de los placeres de la mesa, no podía menos de ser querido por todos los soldados. Sin embargo, su ferocidad era tan grande e inaudita que, después de innumerables asesinatos aislados, exterminó a gran parte del pueblo de Roma y a todo el de Alejandría. Por este motivo se hizo odioso a todo el mundo, empezó a ser temido por los mismos que lo rodeaban y a la postre fue muerto por un centurión en presencia de todo el ejército. Conviene notar al respecto no está en manos de ningún príncipe evitar esta clase de atentados, producto de la firme decisión de un hombre de carácter, porque al que no le importa morir no le asusta quitar la vida a otro., pero no los tema el príncipe, pues son rarísimos, y preocúpese, en cambio, por no inferir ofensas graves a nadie que esté junto a él para el servicio del Estado. Es lo que no hizo Antonino, ya que, a pesar de haber asesinado en forma ignominiosa a un hermano del centurión, y de amenazar a éste diariamente con lo mismo, lo conservaba en su guardia particular: tranquilidad temeraria que tenía que traerle la muerte, y se la trajo.

Pasemos a Cómodo, a quien, por ser hijo de Marco y haber recibido el imperio en herencia, fácil le hubiera sido conservarlo, dado que con sólo seguir las huellas de su padre hubiese tenido satisfecho a pueblo y ejército. Pero fue un hombre cruel y brutal que, para desahogar su ansia de rapiña contra el pueblo, trató de captarse la benevolencia de las tropas permitiéndoles toda clase de licencias; por otra parte, olvidado de la dignidad que investía, bajo muchas veces a la arena para combatir con los gladiadores y cometió vilezas incompatibles con la majestad imperial, con lo cual se acarreó el desprecio de los soldados. De modo que, odiado por un grupo y aborrecido por el otro, fue asesinado a consecuencia de una conspiración.

Nos quedan por examinar las cualidades de Maximino. Fastidiadas las tropas por la inactividad de Alejandro, de quien ya he hablado, elevaron al imperio, una vez muerto éste, a Maximano, hombre de espíritu extraordinariamente belicoso, que no se conservó en el poder mucho tiempo porque hubo dos cosas que lo hicieron odioso y despreciable: la primera, su baja condición, pues nadie ignoraba que había sido pastor en Tracia, y esto producía universal disgusto; la otra, su fama de sanguinario; había diferido su marcha a Roma para tomar posesión del mando, y en el intervalo, había cometido, en Roma y en todas partes del imperio, por intermedio de sus prefectos, un sin fin de depredaciones. Menospreciado por la bajeza de su origen y odiado por el temor a su ferocidad, era natural que todo el mundo se sintiese inquieto y, en consecuencia, que el África se rebelase y que el Senado y luego el pueblo de Roma y toda Italia conspirasen contra él. Su propio ejército, mientras sitiaba a Aquilea sin poder tomarla, cansado de sus crueldades y temiéndolo menos al verlo rodeado de tantos enemigos, se plegó al movimiento y lo mató.

No quiero referirme a Heliogábalo, Macrino y Juliano. que, por ser harto despreciables, tuvieron pronto fin, y atenderé a las conclusiones de este discurso. Los príncipes actuales no se encuentran ante la dificultad de tener que satisfacer en forma desmedida a los soldados; pues aunque haya que tratarlos con consideración, el caso es menos grave dado que estos príncipes no tienen ejércitos propios, vinculados estrechamente con los gobiernos y las administraciones provinciales, como estaban los ejércitos del Imperio Romano. Y si entonces había que inclinarse a satisfacer a los soldados antes que al pueblo, se explica, porque los soldados eran más poderosos que el pueblo; mientras que ahora todos los príncipes, salvo el Turco y el Sultán. tienen que satisfacer antes al pueblo que a los soldados, porque aquél puede más que éstos. Excepto al Turco, que, por estar siempre rodeado por doce mil infantes y quince mil jinetes, de los cuales dependen la seguridad y la fuerza del reino, necesita posponer toda otra preocupación a la de conservar la amistad de las tropas. Del mismo modo, conviene que el Sultán, cuyo reino está por completo en manos del ejército, conserve las simpatías de éste sin tener consideraciones para con el pueblo. Y adviértase que este Estado del Sultán es muy distinto de todos los principados y sólo parecido al pontificado cristiano, al que no puede llamársele principado hereditario ni principado nuevo, porque no son los hijos del príncipe viejo los herederos y futuros príncipes, sino el elegido para ese puesto por los que tienen autoridad.. Y como se trata de una institución antigua, no le corresponde el nombre de principado nuevo, aparte de que no se encuentran en él los obstáculos que existen en los nuevos, pues si bien el príncipe es nuevo, la constitución del Estado es antigua y el gobernante recibido como quien lo es por derecho hereditario.

Pero volvamos a nuestro asunto. Cualquiera que meditase este discurso hallaría que la causa de la ruina de los emperadores citados ha sido el odio o el desprecio, y descubriría a qué se debe que, mientras parte de ellos procedieron de un modo y parte de otro, en ambos modos hubo dichosos y desgraciados. Pertinax y Alejandro fracasaron porque, siendo príncipes nuevos, quisieron imitar a Marco, que había llegado al imperio por derecho de sucesión; y lo mismo le sucedió a Caracalla, Cómodo y Maximino al intentar seguir ]as huellas de Severo cuando carecían de sus cualidades. Se concluye de esto que un príncipe nuevo en un principado nuevo no puede imitar la conducta de Marco ni tampoco seguir los pasos de Severo, sino que debe tomar de éste las cualidades necesarias para fundar un Estado, y, una vez establecido y firme, las cualidades de aquél que mejor tiendan a conservarlo.