miércoles, 3 de noviembre de 2021

SAN AGUSTIN DE HIPONA, “De libero arbitrio” (Acerca del libre albedrío), Libro II, cap. 1 y 2.

(San Agustín considera las dificultades implicadas en el concepto del libre albedrío, del que parece deducirse la responsabilidad de Dios en el pecado de los seres humanos. No obstante, “absuelve” a Dios de dicha responsabilidad al identificarle con el Bien, cuya carencia es lo que constituye el mal, elección posible para el hombre y sin la cual no tendría sentido la libertad humana)

LIBRO II, CAPITULO 1

[El libre albedrío como origen del pecado y por qué nos ha dado Dios la libertad]

Evodio.- Explícame, si es posible, por qué ha dado Dios al hombre el libre albedrío de la voluntad, puesto que de no habérselo dado, ciertamente no hubiera podido pecar.

Agustín.- ¿Tienes ya por averiguado y cierto que Dios ha dado al hombre una cosa que, según tú, no debía haberle dado?

Ev.-Por lo que me parece haber entendido en el libro anterior, es evidente que gozamos del libre albedrío de la voluntad y que, además, él es el único origen de nuestros pecados.

Ag.-También yo recuerdo que llegamos a esta conclusión sin género de duda. Pero ahora te he preguntado si sabes que es Dios quien nos ha dado el libre albedrío de que gozamos, y del que es evidente que trae su origen el pecado.

[Merecemos castigos y premios por cuestión de justicia]

Ev.-Pienso que nadie sino Él, porque de Él procedemos, y ya sea que pequemos, ya sea que obremos bien, de Él merecemos el castigo y el premio.

[El denominado argumento de autoridad, que se apoyaba en el crédito y prestigio de los autores reconocidos en una determinada materia]

Ag.-También deseo saber si comprendes bien esto último, fundado en el argumento de autoridad, o es que lo crees de buen grado, aunque de hecho no lo entiendas.

Ev.-Acerca de esto último confieso que primeramente di crédito a la autoridad. Pero ¿puede haber cosa más verdadera que el que todo bien procede de Dios, y que todo cuanto es justo es bueno, y que tan justo es castigar a pecadores como premiar a los que obran rectamente? De donde se sigue que Dios aflige a los pecadores con la desgracia y que premia a los buenos con la felicidad.

Ag.-Nada tengo que oponerte, pero quisiera que me explicaras lo primero que dijiste, o sea, cómo has llegado a saber que venimos de Dios, pues lo que acabas de decir no es esto, sino que merecemos de Él el premio y el castigo.

[Dios castiga por justicia para que el hombre pueda rectificar sus errores]
[El hombre ha sido creado por Dios, luego procede de Él]

Ev.-Esto me parece a mí que es también evidente, y no por otra razón sino porque tenemos ya por cierto que Dios castiga los pecados. Es claro que toda justicia procede de Dios. Ahora bien, si es propio de la bondad hacer bien aun a los extraños, no lo es de la justicia el castigar a aquellos que no le pertenecen. De aquí que sea evidente que nosotros le pertenecemos, porque no sólo es magnánimo al hacernos bien, sino también justísimo al castigamos. Además, de lo que yo dije antes, y tú concediste, a saber, que todo bien procede de Dios, puede fácilmente entenderse que también el hombre procede de Dios, puesto que el hombre mismo, en cuanto hombre, es algo bueno, puesto que puede vivir rectamente siempre que quiera.

[Necesidad del libre albedrío para poder actuar rectamente]

Ag.-Evidentemente, si esto es así, ya está resuelta la cuestión que propusiste. Si el hombre en sí es un bien y puede obrar rectamente cuando quiere, síguese que por necesidad ha de gozar de libre albedrío, sin el cual no se concibe que pueda obrar así. Y no porque el libre albedrío sea el origen del pecado se ha de creer que nos lo ha dado Dios para pecar. Hay, pues, una razón suficiente de habémoslo dado, y es que sin él no podía el hombre vivir rectamente.

[La voluntad libre implica responsabilidad]

Y, habiéndonos sido dado para este fin, de aquí puede entenderse por qué es justamente castigado por Dios el que usa de él para pecar, lo que no sería justo si nos hubiera sido dado no sólo para vivir rectamente, sino también para poder pecar. ¿Cómo podría, en efecto, ser castigado el que usara de su libre voluntad para aquello para lo cual le fue dada? Así pues, cuando Dios castiga al pecador, ¿qué te parece que le dice, sino estas palabras: te castigo porque no has usado de tu libre voluntad para aquello para lo cual te la di, esto es, para obrar según razón.? Por otra parte, si el hombre careciese del libre albedrío de la voluntad, ¿cómo podría darse aquel bien que sublima a la misma justicia, y que consiste en condenar los pecados y en premiar las buenas acciones? Porque no sería ni pecado ni obra buena lo que se hiciera sin voluntad libre. Y, por lo mismo, si el hombre no estuviera dotado de voluntad libre, sería injusto el castigo e injusto sería también el premio. Mas por necesidad ha debido haber justicia, así en castigar como en premiar, porque éste es uno de los bienes que proceden de Dios. Necesariamente debió, pues, dotar Dios al hombre de libre albedrío.


LIBRO II, CAPITULO 2

[Agustín afirma que la libertad le ha sido dada al hombre por Dios para que la dirija al bien. Sólo el ser humano es responsable de desviarse y hacer el mal]

Ev.-Concedo que Dios haya dado al hombre la libertad. Pero dime: ¿no te parece que, habiéndonos sido dada para poder obrar el bien, no debería poder entregarse al pecado? Como sucede con la misma justicia, que, habiendo sido dada al hombre para obrar el bien, ¿acaso puede alguien vivir mal en virtud de la misma justicia? Pues igualmente, nadie podría servirse de la voluntad para pecar si ésta le hubiera sido dada para obrar bien.

[¿Debió darnos Dios la voluntad libre o no?]

Ag.-El Señor me concederá, como lo espero, poderte contestar, o mejor dicho, que tú mismo te contestes, iluminado interiormente por aquella verdad que es la maestra soberana y universal de todos. Pero quiero antes de nada que me digas brevemente si, teniendo como tienes por bien conocido y cierto lo que antes te pregunté, a saber, que Dios nos ha dado la voluntad libre, procede decir ahora que no ha debido damos Dios lo que confesamos que nos ha dado. Porque, si no es cierto que Él nos la ha dado, hay motivo para inquirir si nos ha sido dada con razón o sin ella, a fin de que, si llegáramos a ver que nos ha sido dada con razón, tengamos también por cierto que nos la ha dado aquél de quien el hombre ha recibido todos los bienes, y que si, por el contrario, descubriéramos que nos ha sido dada sin razón, entendamos igualmente que no ha podido dárnosla aquél a quien no es lícito culpar de nada.

Mas si es cierto que de Él la hemos recibido, entonces, sea cual fuere el modo como la hemos recibido, es preciso confesar también que, sea cual fuere el modo como nos fue dada, ni debió no dárnosla ni debió dárnosla de otro modo distinto de como nos la dio, pues nos la dio aquél cuyos actos no pueden en modo alguno ser razonablemente censurados.

[Creer y entender son complementarios]

Ev.-Aunque creo con fe inquebrantable todo esto, sin embargo, como aún no lo entiendo, continuemos investigando como si todo fuera incierto. Porque veo que, de ser incierto que la libertad nos haya sido dada para obrar bien, y siendo también cierto que pecamos voluntaria y libremente, resulta incierto si debió dársenos o no. Si es incierto que nos ha sido dada para obrar bien, es también incierto que se nos haya debido dar, y, por consiguiente, será igualmente incierto que Dios nos la haya dado; porque, si no es cierto que debió dárnosla, tampoco es cierto que nos la haya dado aquel de quien sería impiedad creer que nos hubiera dado algo que no debería habernos dado.

[Creo en la existencia de Dios por la fe, no por la razón]

Ag.-Tú tienes por cierto, al menos, que Dios existe.

Ev.-Sí; esto tengo por verdad indudable, mas también por la fe, no por la razón.

[Agustín cita aquí el Salmo 13, 1, que después repetirá Anselmo en su argumento denominado ontológico]

Ag.-Entonces, si alguno de aquellos insipientes de los cuales está escrito: «Dijo el necio en su corazón: no hay Dios», no quisiera creer contigo lo que tú crees, sino que quisiera saber si lo que tú crees es verdad, ¿abandonarías ese hombre a su incredulidad o pensarías quizá que debieras convencerle de algún modo de
aquello mismo que tú crees firmemente, sobre todo si él no discutiera con pertinacia, sino más bien con deseo de conocer la verdad?

Ev.-Lo último que has dicho me indica suficientemente qué es lo que debería responderle. Porque, aunque fuera él el hombre más absurdo, seguramente me concedería que con el hombre falaz y contumaz no se debe discutir absolutamente nada, y menos de cosa tan grande y excelsa, y una vez que me hubiera concedido esto, él sería el primero en pedirme que creyera de él que procedía de buena fe en querer saber esto, y que tocante a esta cuestión no había en él falsía ni contumacia alguna.

[El increyente tendrá que aceptar la autoridad de libros y autores de prestigio, que han afirmado la existencia de Dios]

Entonces le demostraría lo que juzgo que a cualquiera es facilísimo demostrar, a saber, que, puesto que él quiere que yo crea, sin conocerlos, en la existencia de los sentimientos ocultos de su alma, que únicamente él mismo puede conocer, mucho más justo sería que también él creyera en la existencia de Dios, fundado en la fe que merecen los libros de aquellos tan grandes varones que atestiguan en sus escritos que vivieron en compañía del Hijo de Dios, y que con tanta más autoridad lo atestiguan, cuanto que en sus escritos dicen que vieron cosas tales que de ningún modo hubieran podido suceder si realmente Dios no existiera, y sería este hombre sumamente necio si pretendiera echarme en cara el haberles yo creído a ellos, y deseara, no obstante, que yo le creyera a él. Ciertamente no encontraría excusa para rehusar hacer lo mismo que no podría censurar con razón.

Ag.-Pues, si respecto de la existencia de Dios juzgas prueba suficiente el que nos ha parecido que debernos creer a varones de tan alta autoridad, sin que se nos puedan acusar de temerarios, ¿por qué, dime, respecto de estas cosas que hemos determinado investigar, como si fueran inciertas y absolutamente desconocidas, no piensas lo mismo, o sea, que, fundados en la autoridad de tan grandes varones, debamos creerlas tan firmemente que no debamos gastar más tiempo en su investigación?

[No es suficiente con creer, sino que hay que entender y razonar la creencia. Es la tesis agustiniana del «Crede ut intelligas» (cree para poder entender), porque la inteligencia es iluminada por la fe]

Ev..,--Es que nosotros deseamos saber y entender lo que creemos.

[Teoría de la iluminación por la que Agustín explica el conocimiento superior:
entre la razón y las cosas divinas hay una desproporción total, por eso es necesaria la iluminación de Dios para poder acceder a ellas]

Ag.-Veo que te acuerdas perfectamente del principio indiscutible que establecimos en los mismos comienzos de la cuestión precedente: si el creer no fuese cosa distinta del entender, y no hubiéramos de creer antes las grandes y divinas verdades que deseamos entender, sin razón habría dicho el profeta: «Si no creyereis, no entenderéis» (Isaías 7, 9). El mismo Señor exhortó también a creer primeramente en sus dichos y en sus hechos a aquellos a quienes llamó a la salvación. Mas después, al hablar del don que había de dar a los creyentes, no dijo: “Esta es la vida eterna, que crean en mí”; sino que dijo: “Esta es la vida eterna, que te conozcan a ti, único Dios verdadero, y a Jesucristo, a quien enviaste”. Después, a los que ya creían, les dice: «Buscad y hallaréis» (Mateo 7, 7); porque no se puede decir que se ha hallado lo que se cree sin entenderlo, y nadie se capacita para hallar a Dios si antes no creyere lo que ha de conocer después. Por lo cual, obedientes a los preceptos de Dios, seamos constantes en la investigación, pues iluminados con su luz, encontraremos lo que por su consejo buscamos, en la medida que estas cosas pueden ser halladas en esta vida por hombres como nosotros; porque, si, como debemos creer a los mejores, aun mientras vivan esta vida mortal, y ciertamente a todos los buenos y piadosos, después de esta vida, les es dado ver y poseer estas verdades más clara y perfectamente, es de esperar que así sucederá también respecto de nosotros, y, por tanto, despreciando los bienes terrenos y humanos, debemos desear y amar con toda nuestra alma las cosas divinas.

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