La auténtica misión y tarea del Estado es la de crear las condiciones para que se de una vida buena y perfecta: tiene que satisfacer las necesidades primarias y materiales de los ciudadanos, permitiendoles la vida buena que posibilita la felicidad. Respecto a la estructura del Estado admite como válidas todas las formas que sirven al bien común, ya sea que gobierne uno, una minoría o el pueblo, por lo que valora como positivas tanto la monarquía como la aristocracia y la democracia, en que el gobierno de la virtud es substituido por la ley supraindividual, pero advierte que las tres pueden corromperse para dar lugar, respectivamente, a la tiranía, la oligarquía y la demagogia, en que el bien común se ve supeditado a los intereses egoístas y manipuladore de particulares.
De forma análoga a cómo considera la virtud como término medio entre dos extremos, Aristóteles propone que una amplia clase media es el ideal de estabilidad de la ciudad, puesto que el exceso de ricos lleva a la ambición y el de pobres a la inestabilidad y a las revoluciones.
La felicidad, que es el fin del Estado, solo es alcanzable para los ciudadanos libres (guerreros, sacerdotes y magistrados), lo cual excluye a los esclavos y a las mujeres, así como a artesanos, labradores y mercaderes, puesto que los afanes con que han de ganarse la vida les imposibilitan el mínimo de ocio y despreocupación que requiere la vida intelectual y contemplativa, única que conduce a la felicidad. De este modo, Aristóteles defiende los intereses de la clase aristocrática que quiere mantenerse como élite privilegiada.
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