domingo, 3 de octubre de 2021

LA FILOSOFÍA CRISTIANA MEDIEVAL

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Después de Aristóteles las grandes escuelas de pensamiento que le suceden (cinismo, estoicismo, epicureísmo) se orientan hacia la ética, como suele ocurrir en periodos históricos de marcada decadencia.

Como colofón del periodo helenístico, el mundo cultural griego será absorbido y recreado por la triunfante Roma imperial. De hecho, en el orden filosófico, Roma no produce nada original. Sus mejores pensadores –Séneca y Marco Aurelio- son continuadores del pensamiento estoico.

Se suele considerar que los tres pilares de la civilización occidental son la filosofía griega, el derecho romano y la religión cristiana.

Filosóficamente, el cristianismo no es una filosofía, sino una religión. El concepto de religión implica:

- 1º) Un conjunto de verdades reveladas, y derivada de ellas:

- 2º) Una ley moral cuyo cumplimiento condiciona la salvación del creyente.

Esta “buena noticia” (en griego “Evangelio”) va a difundirse de un modo sorprendentemente rápido. El cristianismo, inicialmente proscrito y objeto de sucesivas persecuciones, será finalmente tolerado y, con el edicto de Tesalónica –año 380-, convertido en religión oficial del Imperio.

La filosofía de la época entrará en temprano diálogo con la nueva religión. Esto permite hablar de una filosofía cristiana, que comprende dos periodos claramente diferenciados:

1º) La Patrística (siglos I-V)

2º) La escolástica (siglos IX-XV)

El primero corresponde a las postrimerías del llamado Imperio Romano de Occidente. En él los llamados Padres de la Iglesia sistematizan el dogma y realizan los primeros ensayos de una armonización racional entre la fe cristiana y la filosofía (platónica, ya que el pensamiento de Aristóteles permanece ignorado desde la clausura del Liceo a la muerte del pensador, y tardará siglos en ser recuperado). Estos esfuerzos culminan con la ingente obra de San Agustín, intérprete privilegiado del pensamiento platónico en clave cristiana.

San Agustín nació en el 354 en Numidia, territorio romano del norte de Africa. Vivió la juventud despreocupada y escéptica que era común a los decadentes romanos de su época. No obstante, acudió a la filosofía en busca de una respuesta a los radicales problemas filosóficos que le acuciaban. Del escepticismo pasó al maniqueísmo (creencia que sostenía que el bien y el mal son los principios supremos que, contendiendo, dinamizan el Universo), y de este al neoplatonismo, cuyo influjo alcanza a todo su pensamiento posterior. Su conversión al cristianismo marca el punto de llegada de todo este itinerario intelectual, que el autor documenta en sus “Confesiones”, autobiografía espiritual enfocada desde la introspección: “No busques fuera de ti, en el interior del hombre habita la verdad”.

San Agustín afirmará que el sujeto de las ideas platónicas es Dios, que ilumina nuestro entendimiento, la parte más divina del hombre, para permitir el conocimiento.

En “La ciudad de Dios” nos ha legado el primer tratado de filosofía de la historia, clausurando la noción griega de un tiempo cíclico y señalando la historia como una trama conducente a la plenitud final: la instauración del reino de Dios en la tierra.

San Agustín será el autor de la primera gran síntesis filosófica del cristianismo, la realizada entre la fe y la filosofía neoplatónica (la segunda la realizará Tomás de Aquino entre el dogma y la filosofía aristotélica).

Consumada después la división y ruina del Imperio Romano, el occidente europeo conoce siglos de invasión e incultura, los llamados, desde el punto de vista filosófico, “años oscuros”. Durante éstos, la Iglesia recoge en sus cenobios y monasterios los restos de la cultura grecolatina y los transmite a la posteridad, haciendo así posible que, a través de una larga gestación, renazca una segunda época de la filosofía cristiana en el pensamiento medieval, la Escolástica, llamada así debido a su origen en las escuelas eclesiásticas de la Baja Edad Media.

Si el conocimiento de Platón seguía irradiando sobre Europa merced a la actividad de la Academia, este proceso se interrumpe con su clausura en el siglo VI por orden de Justiniano. Los sabios que en ella trabajaban emigran a Persia, donde les sorprende la expansión del Islam. El mundo islámico toma así contacto, en su mismo origen, con los textos originales de la filosofía griega que para el Occidente cristiano eran desconocidos.

Entre los siglos VII y XII el mundo musulmán vive su época de esplendor, constituyendo una cultura más brillante y refinada que la cristiana. Uno de sus grandes centros era Córdoba, donde la estabilidad y la tolerancia reinantes permitieron el florecimiento de la filosofía árabe y judía. Allí viven Averroes, comentador de la obra de Aristóteles y a quien se atribuyó indebidamente la “teoría de la doble verdad” (el supuesto de que se puede sostener una doctrina filosófica y otra contraria en lo religioso sin que eso suponga contradicción, ya que corresponden a dominios diferentes, teoría que la Iglesia condenará como herejía con la denominación de “averroísmo latino”) y Maimónides, más cercano al verdadero espíritu de Aristóteles.

A través de las escuelas de traductores, como la que Alfonso X “el Sabio” fundó en Toledo –en las que trabajaban en equipo un sabio musulmán, que leía los textos en su propia lengua, un sabio hebreo, que los vertía al latín vulgar, y uno cristiano, que los redactaba en latín culto- los textos de Aristóteles fueron conocidos y difundidos y difundidos por Europa, al principio con reservas por parte de la Iglesia (en 1210 el concilio de París prohibió la lectura de los novedosos textos aristotélicos, prohibición que el Papa Gregorio IX reiteró hasta tanto se procediera a su expurgación), pero luego con gran rapidez, motivada por el ávido entusiasmo de los espíritus cultos.

La difusión del pensamiento de Aristóteles animará el panorama filosófico de la Baja Edad Media, dando origen a la Escolástica. Esta corriente se vincula con la apertura del saber a círculos más amplios que los meramente eclesiásticos. Las nacientes Universidades tomarán el relevo de las escuelas catedralicias que dan nombre al movimiento, y en ellas enseñarán figuras laicas de la talla de Pedro Abelardo, cuya autoridad media en la polémica de los Universales (si las ideas tienen existencia objetiva, como sostenía Platón, o son abstracciones en la mente humana). La orden de los dominicos asumirá la tarea de armonizar fe y razón, empresa en la que destaca la figura de Santo Tomás de Aquino.

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